LIBROS -

domingo, 20 de noviembre de 2022

VIVIR Y MORIR de ELISABETH KÚBLER ROSS


LIBRO - LA MUERTE: UN AMANECER







Hay mucha gente que dice: «La doctora Ross ha visto demasiados moribundos. Ahora empieza a volverse rara».

La opinión que las personas tienen de ti es un problema suyo no tuyo. Saber esto es muy importante. Si tenéis buena conciencia y hacéis vuestro trabajo con amor, se os denigrará, se os hará la vida imposible y diez años más tarde os darán dieciocho títulos de 'doctor honoris causa' por ese mismo trabajo. Así transcurre ahora mi vida.

Cuando ocurre que se ha pasado largo tiempo, durante muchos años, sentada junto a la cama de niños y ancianos que mueren, cuando se les escucha de verdad, uno percibe que ellos saben que la muerte está próxima.

Súbitamente alguno se despide, dice adiós, mientras que en ese momento uno está lejos de pensar que la muerte podría intervenir tan pronto.

Si se aceptan esas declaraciones, si se permanece junto al moribundo, se comprobará que la comunicación continúa y el enfermo expresa lo que desea hacer saber.

Después de su muerte, se experimenta el emocionado sentimiento de ser quizá la única persona que ha atendido con la debida seriedad sus palabras.

Hemos estudiado veinte mil casos, a través del mundo entero, de personas que habían sido declaradas clínicamente muertas y que fueron llamadas de nuevo a la vida. Algunas se despertaron naturalmente, otras sólo después de una reanimación.

Quisiera explicaros muy someramente lo que cada ser humano va a vivir en el momento de su muerte.

Esta experiencia es general, independiente del hecho de que se sea aborigen de Australia, hindú, musulmán, creyente o ateo. Es independiente también de la edad o del nivel socioeconómico, puesto que se trata de un acontecimiento puramente humano, de la misma manera que lo es el proceso natural de un nacimiento.

La experiencia de la muerte es casi idéntica a la del nacimiento. Es un nacimiento a otra existencia que puede ser probada de manera muy sencilla.

Durante dos mil años se ha invitado a la gente a «creer» en las cosas del más allá.

Para mi esto no es un asunto más de creencias, sino un asunto del conocimiento. Os diré con gusto cómo se obtiene ese conocimiento siempre que queráis saberlo. Pero el no querer saberlo no tiene ninguna importancia porque cuando hayáis muerto lo sabréis de todas maneras, y yo estaré allí y me alegraré muy particularmente por los que hoy dicen: «Ay, la pobre doctora Ross».

En el momento de la muerte hay tres etapas. Con el lenguaje que utilizo en el caso de los niños moribundos de muy corta edad (por ejemplo el que empleo en la carta Dougy), digo que la muerte física del ser humano es idéntica al abandono del capullo de seda por la mariposa. La observación que hacemos es que el capullo de seda y su larva pueden compararse con el cuerpo humano. Un cuerpo humano transitorio.

De todos modos, no son idénticos a vosotros. Son, digámoslo así, como una casa ocupada de modo provisional. Morir significa simplemente, mudarse a una casa más bella, hablando simbólicamente, se sobreentiende.

Desde el momento en que el capullo de seda se deteriora irreversiblemente, ya sea como consecuencia de un suicidio, de homicidio, infarto o enfermedades crónicas (no importa la forma), va a liberar a la mariposa, es decir, a vuestra alma.

En esta segunda etapa, cuando vuestra mariposa -siempre en lenguaje simbólico- ha abandonado su cuerpo, vosotros viviréis importantes acontecimientos que es útil que conozcáis anticipadamente para no sentiros jamás atemorizados frente a la muerte.

En la segunda etapa estaréis provistos de energía psíquica, así como en la primera lo estuvisteis de energía física.

En esta última vosotros tenéis necesidad de un cerebro que funcione, es decir, de una conciencia despierta para poder comunicar con los demás. Desde el momento en que este cerebro -este capullo de seda- tarde o temprano presente daños importantes, la conciencia dejará de estar alerta, apagándose.

Desde el instante en que ésta falte, cuando el capullo de seda esté deteriorado al extremo de que vosotros ya no podáis respirar y que vuestras pulsaciones cardíacas y ondas cerebrales no admitan más mediciones, la mariposa se encontrará fuera del capullo que la contenía.

Esto no significa que ya se esté muerto, sino que el capullo de seda ha dejado de cumplir sus funciones. Al liberarse de ese capullo de seda, se llega a la segunda etapa, la de la energía psíquica. La energía física y la energía psíquica son las dos únicas energías que al ser humano le es posible manipular.

El mayor regalo que Dios haya hecho a los seres humanos es el del libre albedrío. Y de todos los seres vivientes el único que goza de este libre albedrío es el ser humano.

Vosotros tenéis, por tanto, la posibilidad de elegir la forma de utilizar esas energías, sea de modo positivo o negativo.

Desde el momento en que sois una mariposa liberada, es decir, desde que vuestra alma abandona el cuerpo, advertiréis enseguida que estáis dotados de capacidad para ver todo lo que ocurre en el lugar de la muerte, en la habitación del enfermo, en el lugar del accidente o allí donde hayáis dejado vuestro cuerpo.

Estos acontecimientos no se perciben ya con la conciencia mortal, sino con una nueva percepción. Todo se graba en el momento en que no se registra ya tensión arterial, ni pulso, ni respiración; algunas veces incluso en ausencia de ondas cerebrales.

Entonces sabréis exactamente lo que cada uno diga y piense y la forma en que se comporte. Después podréis explicar con precisión cómo sacaron el cuerpo del coche accidentado con tres sopletes.

También ha habido personas que incluso nos han precisado el número de la matricula del coche que los atropelló y continuó su ruta sin detenerse.

No se puede explicar científicamente que alguien que ya no presenta ondas cerebrales pueda leer una matricula. Los sabios deben ser humildes.

Debemos aceptar con humildad que haya millones de cosas que no entendemos todavía, pero esto no quiere decir que sólo por el hecho de no comprenderlas no existan o no sean realidades.

Si yo utilizara en este momento un silbato de perros, vosotros no podríais oírlo, y sin embargo todos los perros lo oirían. La razón es que el oído humano no está concebido para la percepción de estas altas frecuencias.

De la misma manera, no podemos percibir el alma que ha abandonado el cuerpo, aunque ésta pueda todavía grabar las longitudes de ondas terrestres para comprender lo que ocurre en el lugar del accidente o en otro lugar.

Mucha gente abandona su cuerpo en el transcurso de una intervención quirúrgica y observa, efectivamente, dicha intervención.

Todos los médicos y enfermeras deben tener conciencia de este hecho. Eso quiere decir que en la proximidad de una persona inconsciente no se debe hablar más que de cosas que esta persona pueda escuchar, sea cual fuere su estado.

Es triste lo que a veces se dice en presencia de enfermos inconscientes, cuando éstos pueden oírlo todo.

También es necesario que sepáis que si os acercáis al lecho de vuestro padre o madre moribundos, aunque estén ya en coma profundo, os oyen todo lo que les decís, y en ningún caso es tarde para expresar «lo siento», «te amo» o alguna otra cosa que queráis decirles.

Nunca es demasiado tarde para pronunciar estas palabras, aunque sea después de la muerte, ya que las personas fallecidas siguen oyendo. Incluso en ese mismo momento podéis arreglar «asuntos pendientes», aunque éstos se remonten a diez o veinte años atrás.

Podréis liberaros de vuestra culpabilidad para poder volver a vivir vosotros mismos.

En esta segunda etapa, «el muerto» -si puedo expresarme así- se dará cuenta también de que él se encuentra intacto nuevamente.

Los ciegos pueden ver, los sordos o los mudos oyen y hablan otra vez. Una de mis enfermas que tenía esclerosis en placas, dificultades para hablar, y que sólo podía desplazarse utilizando una silla de ruedas, lo primero que me dijo al volver de una experiencia en el umbral de la muerte fue: «Doctora Ross, ¡Yo podía bailar de nuevo!», y son miles los que estando hoy en sillas de ruedas, podrían al fin bailar otra vez, aunque cuando vuelvan a su cuerpo físico se encontrarán, evidentemente, otra vez en su viejo cuerpo enfermo.

Podréis comprender, pues, que esta experiencia extra corporal es un acontecimiento maravilloso, que nos hace sentirnos felices.

Las niñas que a consecuencia de una quimioterapia han perdido el pelo, me dicen después de una experiencia semejante: «Tenía de nuevo mis rizos.» Las mujeres que han padecido la extirpación de un seno recobran su habitual normalidad. Todos están intactos de nuevo. Son perfectos.

Mis colegas escépticos son muy numerosos y dicen: «Se trata de una proyección del deseo».

En el cincuenta y uno por ciento de todos mis casos se trata de muertes repentinas y no creo que nadie vaya a su trabajo soñando que seguirá disponiendo de sus dos piernas para atravesar una calle. Y de pronto, después de un accidente grave, ve en la calle una pierna separada de su cuerpo, sintiéndose sin embargo en posesión de dos piernas.

Todo esto, evidentemente, no es una prueba para un escéptico, y con el fin de tranquilizarlos hemos realizado un proyecto de investigación imponiéndonos como

condición el no tomar en cuenta más que a los ciegos que no habían tenido ni siquiera percepción luminosa desde diez años antes, por lo menos.

Y estos ciegos, que tuvieron una experiencia extra corporal y volvieron, pueden decirnos con detalle los colores y las joyas que llevaban los que los rodeaban en aquel momento, así como el detalle del dibujo de sus jerséis o corbatas.

Es obvio que ahí no podía tratarse de visiones.

Podríais también interpretar muy bien estos hechos si la respuesta no os diera miedo. Pero, si os da miedo, seréis como esos escépticos que me han dicho que estas experiencias extra corporales serían el resultado de una falta de oxigeno.

Pues bien, si aquí se tratara solamente de esa carencia de oxigeno, yo se la recetaría a todos mis ciegos. ¿Comprendéis? Si alguien no quiere admitir un hecho,

encuentra mil argumentos para negarlo. Esto, de nuevo, es su problema. No intentéis convertir a los demás. En el instante mismo en que mueran, lo sabrán de todas maneras.

En esta segunda etapa os dais cuenta también de que nadie puede morir solo. Cuando se abandona el cuerpo se encuentra en una existencia en la cual el tiempo ya no cuenta, o simplemente ya no hay más tiempo, del mismo modo en que tampoco podría hablarse de espacio y de distancia tal como los entendemos, puesto que en ese caso se trata de nociones terrenales.

Por ejemplo, si un Joven norteamericano muere en Vietnam y piensa en su madre que reside en Washington, la fuerza de su pensamiento atraviesa esos miles de kilómetros y se encuentra instantáneamente junto a su madre.

En esta segunda etapa ha dejado de existir, pues, la distancia. Son muchos los seres vivientes que han experimentado tal fenómeno, que se manifestaba de improviso cuando ellos tomaban conciencia de que alguien que vivía lejísimos se encontraba, sin embargo, muy cerca, junto a ellos. Y al día siguiente de ese hecho recibían una llamada telefónica o un telegrama informándoles que la persona en cuestión había fallecido en un lugar a cientos o miles de kilómetros de donde ellos se encontraban.

Es obvio que estas personas poseen una gran intuición, pues normalmente no se tiene conciencia de tales visitas.

En esta segunda etapa también os dais cuenta de que ningún ser humano puede morir solo, y no únicamente porque el muerto pueda visitar a cualquiera, sino también porque la gente que ha muerto antes que vosotros y a la que amasteis os espera siempre.

Y puesto que el tiempo no existe, puede ocurrir que alguien que a los veinte años perdió a su hijo, al morir a los noventa y nueve puede volver a encontrarlo, aún como un niño, puesto que para los del otro lado un minuto puede tener una duración equiparable a cien años de nuestro tiempo.

Lo que la Iglesia enseña a los niños pequeños sobre su ángel guardián está basado en estos hechos, ya que está probado que cada ser viene acompañado por seres espirituales desde su nacimiento hasta su muerte.

Cada ser humano tiene tales guías, lo creáis o no, y el que seáis judíos, católicos o no tengáis religión no tiene ninguna importancia.

Pues este amor es incondicional y es por eso que cada ser humano recibe el regalo de un guía.

Mis niños pequeños los llaman «compañeros de juego» y desde muy temprano hablan con ellos y son perfectamente conscientes de su presencia. Luego van al colegio y sus padres les dicen: «Ahora ya eres mayor, ya vas al colegio. No hay que jugar más a esas chiquilladas».

Así se olvida uno que se tiene «compañeros de juego» hasta que se llega al lecho de muerte.

De este modo ocurrió con una anciana que al morir me dijo: «Ahí está de nuevo». Y sabiendo yo de lo que ella hablaba, le pedí que me participara lo que acababa de vivir: «¿Sabe usted?, cuando yo era pequeña, él siempre estaba conmigo, pero lo había olvidado completamente». Al día siguiente moría contenta de saber que alguien que la había querido mucho la esperaba de nuevo.




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sábado, 23 de julio de 2022

II. CINCO MITOS QUE ELIMINAR






Relacionarte con tu cerebro de una forma nueva puede cambiar tu realidad. Cuanto más descubren los neurólogos, más parece que el cerebro oculta sus poderes. El cerebro procesa el material en bruto de la vida como un sirviente atento a todos tus deseos, a cualquier visión que puedas imaginar. El sólido mundo físico no puede resistirse a su poder, pero desbloquearlo requiere nuevas creencias. Tu cerebro no puede hacer lo que cree que no puede hacer.

Hay cinco mitos en particular que han demostrado ser un obstáculo y una limitación para el cambio. Todos se aceptaron como verdades incuestionables hace una década o dos.

El cerebro dañado no puede regenerarse. Ahora sabemos que el cerebro posee asombrosos poderes de curación, inimaginables en el pasado.

La configuración física del cerebro no puede cambiarse. Lo cierto es que las conexiones, tanto físicas como químicas, cambian continuamente, y nuestra capacidad para cambiar «el cableado» de nuestro cerebro permanece intacta desde el nacimiento hasta el final de la vida.

El envejecimiento cerebral es inevitable e irreversible. En contra de lo que afirma esta idea desfasada, cada día aparecen nuevas técnicas para mantener joven el cerebro y conservar la agudeza mental.

El cerebro pierde millones de células cada día, y las células cerebrales perdidas no pueden reemplazarse. De hecho, el cerebro contiene células madre que son capaces de madurar para transformarse en nuevas neuronas a lo largo de la vida. La pérdida y formación de células cerebrales es un asunto complejo. La mayoría de los descubrimientos traen buenas noticias para aquellos a quienes les preocupa perder la capacidad mental a medida que envejecen.

Las reacciones primitivas (miedo, ira, celos, agresividad) anulan el cerebro superior. Puesto que nuestros cerebros cuentan con una memoria genética acumulada durante miles de generaciones, el cerebro inferior sigue con nosotros, generando impulsos primitivos y a menudo negativos, como el miedo y la ira. Sin embargo, el cerebro está en constante evolución y ahora poseemos la capacidad de superar las reacciones del cerebro inferior gracias a nuestras decisiones y nuestro libre albedrío. El nuevo campo de la psicología positiva nos enseña a utilizar mejor nuestro libre albedrío para fomentar la felicidad y superar la negatividad.

Es una buena noticia que estos cinco mitos hayan sido desbancados. La vieja perspectiva hacía que el cerebro pareciera un órgano mecánico e inmutable que se deterioraba a un ritmo regular. Y eso está muy lejos de ser real. Tú creas tu realidad en este mismo instante, y si ese proceso sigue vivo y dinámico, tu cerebro será capaz de mantenerlo un año tras otro.

Ahora, hablemos con más detalle sobre cómo desmantelar esos viejos mitos que se aplican a nuestras experiencias y expectativas.
Mito 1: El cerebro dañado no puede regenerarse

Cuando el cerebro se lesiona (por ejemplo, por un traumatismo recibido en un accidente de coche o por un derrame), las células nerviosas y las conexiones que estas establecen entre sí (sinapsis) se pierden. Durante mucho tiempo se creyó que una vez que el cerebro se dañaba, las víctimas estaban obligadas de por vida a utilizar la zona cerebral que todavía les funcionaba. Sin embargo, en las dos últimas décadas se ha hecho un descubrimiento crucial, confirmado por tantos estudios que sería imposible enumerarlos todos. Cuando se pierden neuronas y sinapsis debido a una lesión, las neuronas vecinas compensan la pérdida e intentan restablecer las conexiones perdidas, lo que sirve para reconstruir de una manera efectiva la red neuronal dañada.

Las neuronas vecinas incrementan su campo de acción y crean una «regeneración compensatoria» de sus proyecciones fundamentales (el tronco principal o axón, y sus numerosas ramas filamentosas, conocidas como dendritas). Este nuevo crecimiento recupera las conexiones perdidas en la compleja rejilla neuronal de la que forman parte todas las células cerebrales.

Si miramos atrás, nos resulta extraño que la ciencia les negara en su día a las células cerebrales una capacidad común a otras células nerviosas. Desde finales del siglo XVIII, los científicos saben que las neuronas del sistema nervioso periférico (los nervios que recorren el cuerpo fuera del cerebro y la médula espinal) son capaces de regenerarse. En el año 1776, William Cumberland Cruikshank, un anatomista de origen escocés, cortó una sección de alrededor de un centímetro del nervio vago o «neumogástrico» en el cuello de un perro. A su paso por la garganta, el nervio vago avanza hacia el cerebro junto a la arteria carótida, y está relacionado con la regulación de algunas funciones muy importantes (ritmo cardíaco, sudoración, movimientos musculares del habla), entre las que se encuentra mantener la laringe abierta para la respiración. Si se cortan las dos ramas del nervio, el resultado es letal. Cruikshank cortó tan solo una rama y descubrió que el hueco creado se rellenó enseguida con nuevo tejido nervioso. Sin embargo, cuando remitió su descubrimiento a la Royal Society, no encontró más que escepticismo, y su artículo no fue publicado hasta décadas más tarde.

Por aquel entonces había otras evidencias que empezaban a confirmar que los nervios periféricos como el vago pueden curarse cuando se seccionan. (Tú experimentas el mismo fenómeno si te haces un corte profundo en la mano que te deja un dedo entumecido; al poco tiempo, recuperas la sensibilidad). Sin embargo, durante siglos la gente ha creído que los nervios del sistema nervioso central (compuesto por el cerebro y la médula espinal) carecían de esa capacidad.

Es cierto que el sistema nervioso central no se regenera con la misma solidez y velocidad que el sistema nervioso periférico.


Las células nerviosas (neuronas) son verdaderas maravillas de la naturaleza capaces de crear nuestro sentido de la realidad. Las neuronas se conectan entre sí para formar vastas e intrincadas redes neuronales. Tu cerebro contiene alrededor de cien mil millones de neuronas, y hasta un trillón de conexiones llamadas sinapsis.

Las neuronas proyectan filamentos serpenteantes conocidos como axones y dendritas, que liberan señales tanto químicas como eléctricas en el espacio sináptico. Una neurona posee muchas dendritas que reciben información de otras células nerviosas. Sin embargo, solo posee un axón, que puede llegar a alcanzar más de un metro de longitud. El cerebro de un hombre adulto está compuesto por unos cien mil millones de axones y por incontables dendritas: suficientes para envolver la Tierra unas cuatro veces.

Sin embargo, gracias a su «neuroplasticidad» el cerebro puede remodelar y reconfigurar sus conexiones después de una lesión. Esta reconfiguración es la definición funcional de la neuroplasticidad, que en estos momentos es un tema controvertido. «Neuro» viene de «neurona», y «plasticidad» significa «maleabilidad». La vieja teoría afirmaba que los niños configuraban sus redes neuronales de forma natural durante su desarrollo, y que después el proceso se detenía y el cerebro se volvía inmutable. Hoy día vemos las proyecciones de las células nerviosas cerebrales como largos y finísimos gusanos que se reconfiguran continuamente en función de las experiencias, el aprendizaje y las lesiones. Sanar y evolucionar son cosas íntimamente ligadas.

Tu cerebro se está remodelando en este mismo instante. No hace falta una lesión que desencadene el proceso: estar vivo es suficiente. Además, puedes estimular la neuroplasticidad exponiéndote a nuevas experiencias. Y el resultado es incluso mejor si intentas aprender nuevas habilidades de forma deliberada. Si muestras pasión y entusiasmo, mejor que mejor. El simple hecho de regalarle a una persona mayor una mascota a la que cuidar aumenta sus ganas de vivir. El hecho de que el cerebro se altere es la clave de la diferencia, pero debemos recordar que las neuronas son meros sirvientes. La hoja de disección revela cambios en las proyecciones nerviosas y en los genes. Sin embargo, lo que en realidad revigoriza a una persona mayor es adquirir un nuevo propósito y algo nuevo a lo que amar.

La neuroplasticidad es algo más que la mente sobre la materia. Es la mente que se convierte en materia cuando tus pensamientos generan un nuevo crecimiento neuronal. Al principio, el fenómeno fue objeto de burlas y se menospreció a los científicos por utilizar el término «neuroplasticidad». Todavía hoy muchos de los nuevos conceptos, que a buen seguro serán fundamentales y predominantes en las próximas décadas, se consideran insignificantes e inútiles. La neuroplasticidad superó un mal comienzo y se convirtió en una estrella.

El descubrimiento de este poder de la mente sobre la materia tuvo un gran impacto en nosotros dos, los autores, en la década de los ochenta. Deepak estaba concentrado en el lado espiritual de la conexión mente-cuerpo, y promocionaba la meditación y la medicina alternativa. Se inspiraba en un dicho que había escuchado al principio de su carrera: «Si quieres saber cómo pensabas antes, mira tu cuerpo ahora. Si quieres saber cómo será tu cuerpo en el futuro, examina lo que piensas hoy».

A Rudy, este descubrimiento revolucionario le llegó cuando era un estudiante graduado inmerso en el programa neurocientífico de la facultad de medicina de Harvard. Trabajaba en el Boston’s Children Hospital, intentando aislar el gen que produce el tóxico cerebral fundamental en la enfermedad de alzheimer, la proteína amiloide beta (para abreviar, el betapéptido A): una sustancia viscosa que se acumula en el cerebro y está involucrada en el malfuncionamiento neuronal y su posterior desintegración. Rudy estudiaba minuciosamente todos los artículos que encontraba sobre el alzheimer y su amiloide tóxico. Podía presentarse en forma de amiloide beta en la enfermedad de alzheimer, o en la de prion amiloide en las enfermedades relacionadas con el mal de las vacas locas.

Un día leyó un artículo que mostraba cómo el cerebro de un paciente de alzheimer se había enfrentado a la acumulación del amiloide beta en un esfuerzo por remodelar la parte lesionada del cerebro relacionada con la memoria a corto plazo, el hipocampo, que está situado en el lóbulo temporal (llamado así porque dentro del cráneo se sitúa en la zona de las sienes).

El hecho de que el cerebro intentara encontrar una forma de eludir los devastadores daños cambió toda la perspectiva que Rudy tenía sobre el alzheimer, una enfermedad que había estudiado día y noche en el interior de un acogedor laboratorio del tamaño de un pequeño cuarto de suministros, situado en la cuarta planta del hospital. Entre los años 1985 y 1988, se concentró en identificar el gen responsable de la acumulación excesiva de beta amiloide en el cerebro de los pacientes de alzheimer. Trabajó codo con codo con su colega Rachel Neve en un ambiente con música de fondo, casi siempre la de Keith Jarrett, posiblemente el mejor pianista de jazz que haya existido jamás.

A Rudy le encantaban los conciertos de Keith Jarrett por su brillante improvisación. Jarrett tenía su propio término para definirlos: «extemporáneos». En otras palabras, eran imprevistos, radicalmente espontáneos. Para Rudy, Jarrett expresaba con música la manera en que el cerebro funciona en el mundo de cada día: respondiendo a cada instante con instrucciones creativas basadas en toda una vida de experiencias. La sabiduría se renueva a sí misma a cada momento. La memoria descubre vida fresca. Es justo decir que cuando Rudy descubrió el primer gen del alzheimer, el precursor de la proteína amiloide (PPA), en aquel pequeño laboratorio de la cuarta planta, su musa fue Keith Jarrett.

En 1986 apareció un artículo que contradecía la corriente general y daba nuevas esperanzas, un artículo que afirmaba que los pacientes de alzheimer podían regenerar su tejido cerebral. Fue un día extremadamente frío, incluso para los inviernos bostonianos, y Rudy estaba sentado en una de las mesas de la biblioteca de la tercera planta de la facultad médica de Harvard, respirando el familiar aroma del papel viejo y polvoriento. Algunos de aquellos periódicos científicos no habían visto la luz en muchas décadas.

Entre los nuevos artículos sobre el alzheimer se encontraba uno de la revista Science, firmado por Jim Geddes y sus colegas, con el intrigante título «Plasticidad del circuito hipocámpico en la enfermedad de alzheimer». En cuanto le echó un vistazo, Rudy corrió hasta la máquina de cambio a fin de conseguir unas cuantas monedas para la fotocopiadora. (El lujo de los periódicos digitales todavía era cosa del futuro). Después de leerlo concienzudamente en compañía de Rachel, se miraron el uno al otro con los ojos abiertos de par en par durante lo que parecieron horas, hasta que al final exclamaron: «¡¿No es genial?!». El misterio de un cerebro capaz de curarse a sí mismo había entrado en sus vidas.

La esencia de ese estudio preliminar era la siguiente. En la enfermedad de alzheimer, una de las primeras cosas que empeora es la memoria a corto plazo. En el cerebro, las proyecciones neuronales fundamentales que permiten que se almacene la información sensorial aparecen literalmente seccionadas. (Entramos en el mismo campo que Cruikshank cuando cortó el nervio vago del perro). Para ser más específicos, diremos que existe un pequeño saco de células nerviosas en el cerebro, denominado corteza entorrinal, que actúa como estación de paso para toda la información sensorial que recibimos y la deposita en el hipocampo para almacenarla a corto plazo. (Si todavía recuerdas que Rudy trabajaba con una colega llamada Rachel es que tu hipocampo hace su trabajo). El hipocampo recibe su nombre de la palabra latina que significa «caballito de mar», porque su forma es similar a la de ese animalillo. Si formas dos letras C con el índice y el pulgar de tus manos, las enfrentas y luego las entrelazas en un plano paralelo, obtendrás más o menos la forma correcta del hipocampo.

Pongamos que llegas a casa después de hacer la compra y quieres contarle a una amiga que has visto unos zapatos rojos que serían perfectos para ella. La imagen de esos zapatos, después de pasar por la corteza entorrinal, se transmite a través de unas proyecciones neuronales agrupadas en la llamada vía perforante. Ahora hemos llegado al motivo fisiológico por el que algunos enfermos de alzheimer no recordarán esos zapatos. En los pacientes de alzheimer, la región exacta por la que la vía perforante atraviesa el hipocampo suele estar llena de beta amiloide neurotóxico, que cortocircuita la transferencia de la información sensorial. Además, las terminaciones nerviosas comienzan a atrofiarse y romperse en esa misma región, con lo que se secciona la vía perforante.

Las células nerviosas de la corteza entorrinal que generan esas terminaciones nerviosas no tardarán en morir, ya que dependen de factores de crecimiento (las proteínas que aseguran su supervivencia), que recibían a través de las terminaciones nerviosas que en su día estaban conectadas con el hipocampo. Al final, la persona ya no puede almacenar recuerdos a corto plazo ni aprender, y se instaura la demencia.

El resultado es devastador. Tal y como reza el dicho: uno no sabe que tiene alzheimer cuando olvida dónde puso las llaves del coche, sino cuando olvida para qué son.

En su primer estudio, Geddes y sus colegas mostraron que en esa área de extinción neuronal masiva ocurría algo casi mágico. Las neuronas vecinas supervivientes empezaban a generar nuevas proyecciones para compensar las que se habían perdido. Esto es una forma de neuroplasticidad llamada regeneración compensatoria. Por primera vez, Rudy había encontrado una de las cualidades más milagrosas del cerebro. Era como si alguien cortara una rosa de un arbusto y el rosal de al lado le ofreciera uno de sus capullos.

De repente, Rudy fue capaz de apreciar el exquisito poder y la elasticidad del cerebro humano. Nunca des por muerto al cerebro, pensó. Gracias a la neuroplasticidad, el cerebro se había convertido en un órgano maravillosamente adaptable y notablemente regenerativo. Había esperanzas incluso para un cerebro dañado por el alzheimer; solo había que pillarlo con la antelación suficiente para activar la neuroplasticidad. Es una de las posibilidades más esperanzadoras para las investigaciones futuras.
Mito 2: La configuración física del cerebro no puede cambiarse.

Antes de que la neuroplasticidad fuera demostrada, la medicina podría haber prestado atención al filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau, quien a mediados del siglo XVIII aseguró que la naturaleza no era una máquina estática, sino algo vivo y dinámico. Llegó a proponer que el cerebro se reorganizaba continuamente en función de nuestras experiencias. Por tanto, la gente debía practicar tanto ejercicios mentales como físicos. A efectos prácticos, esta podría haber sido la primera declaración de que nuestro cerebro es flexible y plástico, capaz de adaptarse a los cambios de nuestro entorno.

Mucho después, a mediados del siglo XX, el psicólogo estadounidense Karl Lashley proporcionó pruebas de este fenómeno. Lashley entrenaba a ratas para que buscaran recompensas alimenticias en un laberinto y luego les extirpaba grandes porciones de corteza cerebral, trocito a trocito, para comprobar cuándo olvidaban lo que habían aprendido con anterioridad. Daba por hecho, dado lo delicado que es el tejido cerebral y lo dependientes que son todas las criaturas de su cerebro, que quitar una pequeña porción de tejido causaría una pérdida masiva de memoria.

Por sorprendente que parezca, Lashley descubrió que aun después de extirpar el 90 por ciento de la corteza cerebral a una rata, el animal todavía recorría el laberinto con éxito. Por lo visto, cuando aprenden el laberinto, las ratas crean muchos tipos de sinapsis redundantes a partir de todos sus sentidos sensoriales. Varias partes diferentes de su cerebro interactúan para formar distintas asociaciones sensoriales superpuestas. En otras palabras: las ratas no solo veían su camino hacia la comida dentro del laberinto; también lo olían y lo sentían bajo sus patas. Cuando se extirpaban pequeños trozos de corteza, el cerebro generaba nuevas proyecciones (axones) y formaba nuevas sinapsis para aprovechar los demás sentidos, y utilizaba las pistas que le quedaban, por mínimas que fueran.

Aquí tenemos la primera pista importante de que la «configuración inamovible» debería ser recibida con escepticismo. El cerebro posee circuitos, pero no cables; os circuitos están formados por tejido vivo. Y aún más importante: estos circuitos se remodelan en función de los pensamientos, los recuerdos, los deseos y las experiencias. Deepak recuerda un controvertido artículo médico de 1980 titulado, medio en broma, «¿El cerebro es realmente necesario?». Estaba basado en el trabajo del neurólogo británico John Lorber, quien había trabajado con víctimas del trastorno cerebral conocido como hidrocefalia («agua en el cerebro»), en el que se acumula un exceso de fluidos dentro del cráneo. La presión resultante aplasta las células cerebrales. La hidrocefalia provoca retraso mental, así como también otros daños importantes e incluso la muerte.

Lorber había escrito antes sobre dos niños nacidos sin corteza cerebral y que, a pesar de este raro y letal defecto, parecían haberse desarrollado con normalidad, sin señales externas de lesión. Un niño sobrevivió tres meses y el otro, un año. Por si esto no fuera lo bastante sorprendente, un colega de la Universidad de Sheffield le envió a Lorber a un joven que tenía una cabeza más grande de lo normal. Se había graduado en la facultad con una matrícula de honor en matemáticas y tenía un coeficiente de inteligencia de 126. No tenía ningún síntoma de hidrocefalia, y el joven llevaba una vida normal. Sin embargo, como reveló un escáner CAT y en palabras del propio Lorber, el joven «apenas tenía cerebro». Su cráneo estaba recubierto por una fina capa de células cerebrales de alrededor de un milímetro de espesor, y el resto de la cavidad craneal estaba llena de fluido cerebral.

Es algo extraordinario presenciar este trastorno, pero Lorber siguió adelante y llegó a registrar más de seiscientos casos. Dividió a sus pacientes en cuatro categorías, según la cantidad de fluido que albergaban en el cerebro. La categoría más grave, en la que solo se incluía el 10 por ciento de la muestra, estaba formada por las personas cuya cavidad craneal tenía un 95 por ciento de fluido. De estas, la mitad sufría un retraso mental grave; la otra mitad, en cambio, poseía un CI por encima de 100.

Como era de esperar, los escépticos se lanzaron al ataque. Algunos dijeron que Lorber no había interpretado correctamente las imágenes de los escáneres, pero él aseguró que sus pruebas eran sólidas. Otros argumentaron que en realidad no había pesado la materia cerebral que quedaba, a lo que él replicó con sequedad: «No sabría decir si el cerebro del estudiante de matemáticas pesa 50 o 150 gramos, pero es evidente que está lejos del kilo y medio que se considera normal». En otras palabras, la diferencia de peso era muy significativa. Algunos neurólogos de miras más amplias declararon que esos resultados demostraban lo redundante que es el cerebro, donde muchas de las funciones están copiadas y superpuestas. Sin embargo, hubo otros que descartaron esta explicación y resaltaron que «la redundancia no es más que una pretexto para eludir algo que no se entiende». Hasta el día de hoy, el fenómeno permanece envuelto en el misterio, pero debemos tenerlo en mente mientras se desarrolla nuestra explicación. ¿Podría ser un ejemplo radical del poder de la mente para hacer que el cerebro (incluso uno drásticamente reducido) cumpla sus órdenes?

No obstante, debemos considerar algo más que las lesiones cerebrales. En un ejemplo más reciente de la reconstrucción neuronal, el neurólogo Michael Merzenich y sus colegas de la Universidad de California, San Francisco, experimentaron con siete pequeños monos entrenados para encontrar comida utilizando los dedos. El plan era colocar bolitas con sabor a plátano al fondo de pequeños contenedores, o comederos, situados en un tablero de plástico. Algunos de los comederos eran amplios y de poca profundidad; otros eran estrechos y profundos. Como es natural, cuando un mono intentaba coger la comida, tenía más éxito en los comederos anchos y poco profundos y fracasaba casi siempre en los que eran estrechos y profundos. Sin embargo, con el paso del tiempo todos los monos se volvieron muy habilidosos, y al final siempre conseguían la comida, sin importar lo lejos que tuvieran que llegar sus dedillos para alcanzar la bolita.

Entonces el equipo realizó escáneres cerebrales de una región específica del cerebro conocida como corteza somatosensorial, que controla el movimiento de los dedos, con la esperanza de demostrar que la experiencia de aprender una capacidad había alterado realmente el cerebro de los monos. Descubrieron que esta región cerebral se había conectado con otras áreas a fin de incrementar las probabilidades de encontrar más comida en el futuro. Merzenich postuló que cuando las regiones cerebrales empiezan a establecer nuevas interacciones, las conexiones recién creadas forman un nuevo circuito. En esta forma de neuroplasticidad, «las neuronas que se activan juntas, se conectan juntas». En nuestro día a día, si nos proponemos deliberadamente aprender nuevas cosas o hacer cosas familiares de distinta manera (como ir al trabajo por una ruta diferente o coger el autobús en lugar del coche), generamos nuevas conexiones que mejoran nuestro cerebro. El ejercicio físico aumenta la masa muscular; los ejercicios mentales crean nuevas sinapsis que fortalecen la red neuronal.

Hay muchos otros ejemplos que refuerzan la idea de que la doctrina tradicional del cerebro estático e inmutable es falsa. Las personas que habían sufrido un accidente cerebrovascular no tenían por qué quedarse estancadas con la lesión cerebral producida por la rotura de un vaso sanguíneo o un coágulo. Cuando las células cerebrales mueren, las neuronas vecinas pueden compensarlas y mantener la integridad del circuito neuronal. Pongamos un ejemplo más personal: ves la casa en la que creciste, recuerdas tu primer beso y valoras tu círculo de amistades gracias a un circuito neuronal altamente personalizado que te ha llevado toda la vida crear.

Un ejemplo de la milagrosa capacidad del cerebro para generar nuevas conexiones es el caso de un mecánico que sufrió un traumatismo cerebral grave al salir disparado de su coche en un accidente de tráfico. Quedó paralizado, y solo era capaz de comunicarse cerrando los párpados o inclinando levemente la cabeza. Después de diecisiete años, sin embargo, este hombre salió de repente de su estado semicomatoso. Durante las semanas siguientes, experimentó una recuperación asombrosa, hasta el punto de recuperar un lenguaje fluido y cierta movilidad en las extremidades. A lo largo del año y medio siguiente, las imágenes cerebrales proporcionaron evidencias visibles de que estaba creando nuevos caminos que podían restaurar su función cerebral. Las células nerviosas sanas estaban generando nuevos axones (o troncos principales) y dendritas (numerosas ramas filiformes) para crear un circuito neuronal que compensaría las células nerviosas muertas... ¡Neuroplasticidad clásica!

La conclusión final es que no tenemos una «configuración inflexible». Nuestro cerebro es increíblemente adaptable; el maravilloso proceso de la neuroplasticidad te da la capacidad, gracias a tus pensamientos, sentimientos y acciones, de desarrollarte en cualquier dirección que elijas.
Mito 3: El envejecimiento del cerebro es inevitable e irreversible

Un movimiento conocido como «la nueva senectud» se está extendiendo en la sociedad. Antes se pensaba que los mayores eran pasivos y serios, personas que se sentaban en sus mecedoras a esperar su declive mental y físico. Ahora ocurre justo lo contrario. La gente mayor tiene mayores expectativas de permanecer activa y vital. Como resultado, la definición de senectud ha cambiado. Un sondeo preguntó a una muestra de personas nacidas durante el baby boom de la posguerra: «¿Cuándo comienza la vejez?». La mayoría de ellas respondió que a los ochenta y cinco años. La expectativa de vida aumenta y el cerebro debe seguirle el ritmo para acomodarse a la nueva senectud. La antigua teoría del cerebro estático e inmutable sostenía que el envejecimiento cerebral era inevitable. Supuestamente, las células cerebrales morían de manera constante a medida que la persona envejecía, y su pérdida era irreversible.

Ahora que sabemos lo flexible y dinámico que es el cerebro, no podemos dar por válida esa pérdida inevitable. En el proceso de envejecimiento, que progresa sobre un uno por ciento al año desde los treinta, no hay dos personas iguales. Incluso los gemelos idénticos, nacidos con los mismos genes, tendrán patrones de actividad génica diferentes cuando cumplan setenta, y es muy posible que sus cuerpos sean muy distintos, en función del estilo de vida que hayan elegido. Dicha elección no añade ni sustrae genes a la dotación con la que nacieron, pero lo cierto es que casi todos los aspectos de la vida (dieta, actividad, estrés, relaciones, trabajo y entorno físico) alteran la actividad de dichos genes. De hecho, no hay ni un solo aspecto del envejecimiento que sea inevitable. En cualquier función, ya sea mental o física, se puede encontrar a personas que han mejorado con el tiempo. Existen corredores de bolsa con noventa años que dirigen complejas transacciones y poseen una memoria que ha mejorado con el tiempo.

El problema es que demasiados de nosotros nos apegamos a la norma. A medida que envejecemos, tendemos a volvernos apáticos y perezosos en cuestiones que requieren aprendizaje. Se necesita una cantidad de estrés menor para molestarnos, y dicho estrés nos dura más tiempo. Ahora sabemos que el «apego a las costumbres» de las personas mayores está fundamentado en la conexión mente-cuerpo. En ocasiones, el cerebro es quien domina esta relación. Imagina un restaurante en el que los dueños sientan primero a los que tienen reserva. Un joven que deba esperar en la cola se sentirá un poco molesto, pero olvidará el enfado en cuanto se siente. Una persona mayor puede reaccionar con un estallido de furia... y permanecerá furiosa incluso después de sentarse. El responsable de esta diferencia entre las reacciones al estrés es el cerebro. De igual forma, cuando una persona mayor se agobia al recibir demasiada información sensorial (en un ruidoso atasco de tráfico, en una tienda abarrotada), es probable que su cerebro presente una capacidad reducida para absorber las oleadas de datos que genera el ajetreado mundo.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, es la mente quien domina la relación cerebro-mente. A medida que envejecemos, tendemos a simplificar nuestra actividad mental, a menudo como mecanismo de defensa o como escudo de seguridad. Nos sentimos seguros con aquello que conocemos y evitamos desviarnos de nuestro camino para aprender cosas nuevas. La gente joven interpreta ese comportamiento como irritabilidad y testarudez, pero la auténtica causa está en la danza entre mente y cerebro. Para muchos de los mayores, aunque no para todos, la música se vuelve más lenta, pero lo importante es que no se retiren de la pista de baile... algo que facilitaría el declive, tanto mental como cerebral. El cerebro mantiene solo las conexiones existentes, en lugar de generar nuevas sinapsis. En esta espiral descendente de la actividad mental, la persona que envejece tendrá al final menos sinapsis y dendritas por cada neurona en la corteza cerebral.

Por suerte, se pueden hacer elecciones conscientes. Puedes elegir ser consciente de los pensamientos y emociones que se evocan en tu cerebro a cada minuto. Puedes elegir seguir una curva ascendente de aprendizaje, sin importar lo mayor que seas. Y al hacerlo crearás dendritas, sinapsis y circuitos neuronales nuevos que mejorarán la salud de tu cerebro y te ayudarán incluso a evitar el alzheimer (como sugieren los últimos descubrimientos científicos).

Ya hemos cuestionado la inevitabilidad, pero ¿Qué pasa con la irreversibilidad de los efectos del envejecimiento? A medida que envejecemos, muchos de nosotros tenemos la sensación de que nuestra memoria empieza a ir cada vez a peor. No recordamos por qué hemos entrado en cierta habitación y bromeamos, con cierto matiz defensivo, sobre tener momentos de senilidad. Rudy tiene un gato maravilloso que lo sigue a todas partes como si fuera un perro. En más de una ocasión, Rudy se ha levantado de su sillón en el salón y se ha dirigido a la cocina con el gato pisándole los talones, solo para que al llegar el animal y él se miren con expresión vacía. Ninguno de ellos sabe por qué han ido hasta allí. Aunque podríamos decir que esos lapsus son ejemplos de pérdidas de memoria relacionada con la edad, en realidad se deben a una falta de aprendizaje... a la hora de registrar nueva información en el cerebro. En muchos casos, estamos tan agotados o distraídos cuando hacemos las cosas que ese simple déficit de atención lleva a una falta de aprendizaje. Cuando no recordamos un simple hecho como dónde hemos puesto las llaves, significa que no aprendimos o registramos dónde las pusimos. Como usuarios de nuestro cerebro, no grabamos ni consolidamos la información sensorial en la memoria a corto plazo durante el proceso de dejar las llaves. Y uno no puede recordar lo que nunca ha aprendido.

Si permaneces alerta, tendrás un cerebro sano que seguirá apoyándote a medida que envejeces. Nuestra expectativa debe ser permanecer alerta, y no el miedo al deterioro y la senilidad. Desde nuestro punto de vista (y Rudy habla como investigador destacado de la enfermedad de alzheimer), cualquier campaña pública para generar alarma ante la posible aparición de la senilidad tendría un efecto negativo. Las expectativas son poderosos activadores del cerebro. Si temes perder la memoria y sientes ansiedad hasta por los lapsus más insignificantes, interfieres en el acto natural, espontáneo y fácil de recordar. A nivel biológico, casi el 80 por ciento de la gente con más de setenta años no presenta pérdidas de memoria significativas. Nuestras expectativas deberían centrarse en ese descubrimiento, y no en un viejo miedo oculto e infundado.

Si tienes una actitud hastiada y apática con respecto a la vida, o si sencillamente no muestras tanto entusiasmo por tus experiencias momentáneas, tu potencial de aprendizaje se deteriora. Como evidencia física, un neurólogo puede señalar las sinapsis que deben consolidarse en la memoria a corto plazo. Sin embargo, en la mayoría de los casos un suceso mental ha precedido a la evidencia física: en realidad nunca aprendimos lo que creemos que hemos olvidado.

Nada solidifica la memoria como las emociones. Cuando somos niños, aprendemos sin esfuerzo porque los jóvenes se muestran apasionados y entusiastas ante el aprendizaje. Las emociones de alegría y admiración, aunque también las de miedo y horror, intensifican el aprendizaje. Eso graba el recuerdo en la memoria, generalmente de por vida. (Intenta recordar tu primer pasatiempo o tu primer beso. Ahora intenta acordarte del primer congresista que votaste, o la marca del coche de tu vecino cuando tenías diez años. Por lo general, lo primero es fácil y lo segundo no tanto... a menos que desde pequeño te apasionaran la política y los coches).

Algunas veces el factor asombro que funciona con los niños también lo hace con los adultos. Las emociones fuertes son a menudo la clave. Todos recordamos dónde estábamos cuando ocurrió el atentado del 11 de septiembre, de la misma forma que la gente mayor recuerda dónde estaba el 12 de abril de 1945, cuando el presidente Roosevelt murió de repente mientras estaba de vacaciones en «la pequeña Casablanca», en Warm Springs, Georgia. Puesto que la memoria sigue siendo una desconocida, no podemos decir, en términos de función cerebral, por qué las emociones intensas pueden provocar el almacenamiento de recuerdos tan detallados. Algunas emociones fuertes pueden tener el efecto contrario: en los casos de los niños que sufren abusos sexuales, por ejemplo, ese horrible trauma se suprime y solo puede sacarse a la luz tras muchas horas de terapia intensiva o hipnosis. Estas cuestiones no se resolverán hasta que se respondan algunas preguntas básicas: ¿Qué es un recuerdo?, ¿Cómo lo almacena el cerebro en la memoria?, ¿Qué clase de rastro físico, si es que lo hay, deja un recuerdo en el interior de una célula cerebral?

No conocemos las respuestas, pero nosotros creemos que la clave está en el comportamiento y las expectativas. Cuando te entusiasmas y apasionas por volver a aprender algo, como les ocurre a los niños, se forman nuevas dendritas y sinapsis, y tu memoria puede volver a ser tan fuerte como cuando eras joven. Además, cuando rememoras activamente un viejo recuerdo (es decir, cuando rebuscas en tu mente para recordar el pasado con precisión), creas nuevas sinapsis que fortalecen las antiguas, lo que incrementa las probabilidades de que puedas recordar esos datos en el futuro. La responsabilidad es nuestra, de los líderes y usuarios del cerebro. Tú no eres tu cerebro; eres mucho más. A fin de cuentas, eso es lo único que merece la pena recordar siempre.
Mito 4: E l cerebro pierde millones de células cada día, y las células cerebrales perdidas no pueden reemplazarse

El cerebro humano pierde unas 85.000 neuronas corticales al día, alrededor de una por segundo. No obstante, es una cantidad infinitesimal (un 0,0002 por ciento) de los cuarenta mil millones de neuronas que hay en tu corteza cerebral. A ese ritmo, ¡tardarías más de seiscientos años en perder la mitad de las neuronas de tu cerebro!

Todos hemos crecido con la idea de que una vez que perdemos las células cerebrales, estas desaparecen para siempre y no son sustituidas jamás. (En nuestra adolescencia, esta advertencia era una parte fundamental de la reprimenda paterna sobre los peligros del alcohol). En las últimas décadas, sin embargo, se ha demostrado que no hay una auténtica pérdida permanente. El investigador Paul Coleman, de la Universidad de Rochester, demostró que el número total de células nerviosas de tu cerebro a la edad de veinte años no sufre un cambio significativo cuando cumples los setenta.

El desarrollo de nuevas neuronas se denomina neurogénesis. Se observó por primera vez hace unos veinte años, en los cerebros de ciertos pájaros. Por ejemplo, cuando los pinzones cebra crecen y aprenden nuevos trinos con propósitos de apareamiento, su cerebro aumenta de tamaño notablemente, ya que se crean nuevas células nerviosas para acelerar el proceso de aprendizaje. Una vez que el pinzón aprende el trino, muchas de las células nuevas mueren, con lo que el cerebro recupera su tamaño original. Este proceso se conoce con el nombre de muerte celular programada o apoptosis. Los genes no solo saben cuándo ha llegado el momento de crear nuevas células (por ejemplo, cuando nos salen los dientes permanentes para reemplazar la dentición de leche o cuando sufrimos los cambios de la pubertad), sino también cuándo ha llegado el momento en que una célula debe morir, como cuando mudamos las células de la piel, cuando perdemos hematíes a los pocos meses del nacimiento o en muchos otros casos. La mayoría de la gente se sorprende al descubrir esto. La muerte está al servicio de la vida; puede que tú te resistas a esa idea, pero tus células lo entienden a la perfección.

En las décadas que siguieron a estos primeros descubrimientos, los investigadores observaron la neurogénesis en el cerebro de los mamíferos, particularmente en el hipocampo, que es el responsable de la memoria a corto plazo. Ahora sabemos que en el hipocampo se crean muchos miles de células nerviosas nuevas todos los días. El neurólogo Fred Gate, del Salk Institute, demostró que el ejercicio físico y un ambiente enriquecedor (un entorno estimulante) activaban el desarrollo de nuevas neuronas en los ratones. Puedes ver el mismo principio en funcionamiento en los zoológicos. Los gorilas y otros primates languidecen si permanecen confinados en jaulas sin nada que hacer, pero prosperan en grandes terrenos cercados llenos de árboles, columpios y juguetes. Si pudiéramos descubrir exactamente cómo inducir la neurogénesis de manera segura en el cerebro humano, podríamos tratar con más eficacia las enfermedades causadas por pérdida de células cerebrales o por daños graves, como la enfermedad de alzheimer, las lesiones cerebrales traumáticas, los accidentes cerebrovasculares y la epilepsia. También podríamos conservar la salud de nuestro cerebro a medida que envejecemos.

El investigador del alzheimer Sam Sisodia, de la Universidad de Chicago, demostró que el ejercicio físico y la estimulación mental protegían a los ratones de padecer la enfermedad de alzheimer, incluso cuando se les había introducido la mutación humana del alzheimer en su genoma. Otros estudios en roedores también han obtenido resultados alentadores en cerebros normales. Si haces ejercicio todos los días, aumentarás el número de nuevas células nerviosas, al igual que cuando te propones aprender cosas nuevas. Al mismo tiempo, promueves la supervivencia de esas nuevas células y conexiones. Por el contrario, el estrés emocional y los traumas activan la producción de glucocorticoides en el cerebro, toxinas que inhiben la neurogénesis en experimentos animales.

Podemos descartar sin problemas el mito de que perdemos millones de células cerebrales cada día. Incluso la advertencia paterna de que el alcohol mata neuronas ha resultado ser una verdad a medias. Tomar alcohol de manera ocasional mata solo un número mínimo de neuronas, incluso en los alcohólicos (quienes, sin embargo, corren muchos otros peligros de salud reales). En realidad, el consumo de alcohol provoca una pérdida de dendritas, pero los estudios parecen indicar que este daño es casi siempre reversible. Así pues, por ahora la conclusión es que cuando envejecemos, las principales áreas del cerebro involucradas en la memoria y el aprendizaje siguen produciendo nuevas células nerviosas, y que este proceso puede estimularse con el ejercicio físico, las actividades mentales estimulantes (como leer este libro) y las relaciones sociales.
Mito 5: las reacciones primitivas (miedo, ira, celos, agresividad) anulan el cerebro superior

La mayoría de la gente ha oído algo sobre la falsedad de los cuatro primeros mitos. El quinto mito, sin embargo, parece estar ganando terreno. El fundamento para declarar que los seres humanos están gobernados por los impulsos primitivos es en parte científico, en parte moral y en parte psicológico. Para resumirlo en una frase: «Nacimos malos por castigo de Dios, y hasta la ciencia está de acuerdo en eso». Hay demasiada gente que cree al menos una parte de esta frase, si no entera.

Examinemos lo que parece ser la posición racional, el argumento científico. Todos nosotros nacemos con una memoria genética que nos proporciona los instintos básicos necesarios para sobrevivir. El objetivo de la evolución es asegurar la propagación de nuestra especie. Nuestras necesidades instintivas trabajan de la mano con nuestros impulsos emocionales con el fin de conseguir comida, encontrar refugio, adquirir poder y procrear. Nuestro miedo instintivo evita que nos metamos en situaciones peligrosas que puedan poner en peligro nuestras vidas o a nuestra especie.

Así pues, se utiliza un argumento evolutivo para convencernos de que nuestros miedos y deseos, programados instintivamente cuando estábamos en el útero, son los que están al mando y los que gobiernan nuestro cerebro superior, más evolucionado (sin tener en cuenta la obvia ironía de que ha sido el cerebro superior quien ha ideado la teoría que lo ha destronado). Es indudable que las reacciones instintivas están integradas en la estructura cerebral. Algunos neurólogos encuentran convincente el argumento que asegura que ciertos individuos están programados para ser antisociales, criminales o personas con problemas de ira, del mismo modo que otros están programados para padecer ansiedad, depresión, autismo y esquizofrenia.

Sin embargo, dar tanta importancia al cerebro inferior pasa por alto una poderosa verdad. El fin de la cualidad multidimensional del cerebro es permitir que cualquier experiencia ocurra. La predominancia de una experiencia sobre otra no es algo automático ni genéticamente programado. Existe un equilibrio entre deseo y contención, entre elección y compulsión. Aceptar que la biología es equivalente al destino desmonta todo el propósito del ser humano: deberíamos someternos al destino solo como un último recurso desesperado, pero el argumento basado en un cerebro inferior dominante hace que la sumisión sea la primera elección. ¿Cómo podemos tolerar algo así? No olvidemos que nuestros antepasados se resignaron a la maldad humana porque se les dijo que la habían heredado a causa de la desobediencia de Adán y Eva en el Jardín del Edén. La herencia genética corre el peligro de generar ese mismo tipo de resignación, disfrazada de argumento científico.

Aunque experimentamos miedo y deseo todos los días, ya que son reacciones naturales ante el mundo, no tenemos por qué dejar que nos dominen. Un conductor atascado en la autovía de Los Ángeles, frustrado y ahogado en humo, experimentará la misma reacción de huida o lucha que sentían sus ancestros cuando cazaban antílopes en la sabana africana o tigres dientes de sable en el norte de Europa. Esta respuesta al estrés, un impulso instintivo, está integrada dentro de nosotros, pero no hace que los conductores abandonen sus vehículos en masa para huir o atacarse unos a otros. Freud sostenía que la civilización depende de nuestra capacidad para gobernar los impulsos primarios a fin de que los valores más elevados puedan prevalecer, y eso parece bastante cierto. No obstante, él pensaba que pagamos un alto precio por ello. Reprimimos nuestros instintos básicos, pero jamás llegamos a eliminarlos ni a hacer las paces con nuestros miedos más profundos o nuestra agresividad. El resultado son estallidos de violencia en masa como los de las dos guerras mundiales, en los que toda esa energía reprimida se cobra su precio de formas horribles e incontrolables.

No podemos resumir aquí los miles de libros que se han escrito sobre este tema, ni ofrecer la respuesta perfecta. No obstante, está claro que etiquetar a los seres humanos como marionetas de los instintos animales es una equivocación, en primer lugar porque es una afirmación muy descompensada. El cerebro superior es tan válido, poderoso y evolutivo como el inferior. Los circuitos más largos del cerebro, los que forman los ciclos de retroalimentación entre las áreas inferiores y las superiores, son maleables. Si juegas como refuerzo en un equipo de hockey profesional y tu trabajo es iniciar peleas sobre el hielo, es probable que decidas moldear tu circuito cerebral para reforzar la agresividad. Pero es siempre una elección, y si llega el día en que te arrepientes de dicha elección, puedes retirarte a un monasterio budista, meditar sobre la compasión y moldear tu circuito cerebral para darle una nueva y noble dirección. La elección está siempre ahí.

Salvo raras excepciones, la libertad de elección no está coartada por una programación preinstalada. «Mi cerebro me obligó a hacerlo» se ha convertido en una explicación recurrente en casi todos los casos de comportamiento indeseable. Es obvio que podemos ser conscientes de nuestras emociones y decidir no identificarnos con ellas. Esto es más fácil de decir que de hacer para las personas que padecen un trastorno bipolar, para los drogadictos o para los fóbicos. Sin embargo, el camino hacia un cerebro sano comienza con la conciencia. También termina en la conciencia, y es la conciencia la que permite todos los pasos intermedios. En el cerebro, la energía fluye hacia el lugar donde está la conciencia.

Cuando la energía deja de fluir, te quedas estancado. Este estancamiento es una ilusión, pero cuando te ocurre a ti parece muy real. Piensa en alguien que tiene un miedo mortal a las arañas. Las fobias son reacciones estereotipadas (es decir, que se repiten sin variación). Un aracnofóbico no puede ver una araña sin sentir una oleada automática de miedo. El cerebro inferior activa una compleja cascada química. Las hormonas inundan el torrente sanguíneo para acelerar el ritmo cardíaco e incrementar la presión arterial. Los músculos se preparan para luchar o huir. Los ojos focalizan y generan una visión en túnel de aquello que se teme. La araña se vuelve gigantesca para los ojos de la mente. Tan poderosa es la reacción de miedo que el cerebro superior (la parte que sabe lo pequeñas e inofensivas que son la mayoría de las arañas), se bloquea.

Este es un buen ejemplo de cómo te utiliza el cerebro. Te impone una realidad falsa. Todas las fobias son, en última instancia, distorsiones de la realidad. La altura no causa pánico de manera automática; y tampoco los espacios abiertos, los vuelos en avión o la miríada de cosas que temen los fóbicos. Al renunciar al poder para utilizar su cerebro, las personas que padecen fobias se quedan estancadas en una reacción fija.

Las fobias pueden tratarse con éxito fomentando la conciencia y devolviendo el control del cerebro al usuario, que es su legítimo dueño. Una de las técnicas consiste en hacer que la persona imagine aquello que le da miedo. A un aracnofóbico, por ejemplo, se le pide que visualice una araña y que haga que esa imagen se agrande y se reduzca. Luego debe hacer que la imagen se acerque y se aleje. El simple acto de darle movimiento al objeto temido puede ser muy efectivo a la hora de disipar su poder de horrorizar, ya que el miedo paraliza la mente. De forma gradual, la terapia acaba por encerrar a la araña en una caja de cristal. Se le pide al paciente que se acerque lo más posible a ella sin sentir pánico. Se le permite que varíe la distancia en función de su nivel de confort, y con el tiempo esta libertad para alejarse o acercarse también devuelve el control. El fóbico aprende que tiene otras opciones además de huir.

Como es obvio, el cerebro superior puede abolir hasta los miedos más instintivos; de lo contrario, no habría escaladores (por el miedo a las alturas), funambulistas (por el miedo a la caída) ni domadores de leones (por el miedo a la muerte). Lo más triste es, sin embargo, que todos nos parecemos a los fóbicos que no pueden ni imaginarse a una araña sin romper a sudar. No nos rendimos ante las arañas, pero sí ante lo que consideramos miedos normales: fracaso, humillación, rechazo, envejecimiento, enfermedad y muerte. Resulta trágicamente irónico que el mismo cerebro que es capaz de conquistar el miedo pueda también someternos a los miedos que atormentan nuestras vidas.

Las criaturas supuestamente inferiores son libres de ese miedo psicológico. Cuando un guepardo ataca a una gacela, esta entra en pánico y lucha por su vida. Sin embargo, cuando no hay ningún depredador presente, la gacela, hasta donde sabemos, lleva una vida de lo más despreocupada. No obstante, nosotros, los humanos, sufrimos horrores en nuestro mundo interior, y ese sufrimiento se transforma en problemas físicos. Cuando permites que tu cerebro te utilice, los riesgos son muy elevados. En cambio, cuando empiezas a utilizarlo tú a él, las recompensas son infinitas.





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