Relacionarte con tu cerebro de una forma nueva
puede cambiar tu realidad. Cuanto más descubren los neurólogos, más parece que
el cerebro oculta sus poderes. El cerebro procesa el material en bruto de la
vida como un sirviente atento a todos tus deseos, a cualquier visión que puedas
imaginar. El sólido mundo físico no puede resistirse a su poder, pero
desbloquearlo requiere nuevas creencias. Tu cerebro no puede hacer lo que cree
que no puede hacer.
Hay cinco mitos en particular que han demostrado
ser un obstáculo y una limitación para el cambio. Todos se aceptaron como
verdades incuestionables hace una década o dos.
El cerebro dañado no puede regenerarse. Ahora
sabemos que el cerebro posee asombrosos poderes de curación, inimaginables en
el pasado.
La configuración física del cerebro no puede
cambiarse. Lo cierto es que las conexiones, tanto físicas como químicas,
cambian continuamente, y nuestra capacidad para cambiar «el cableado» de
nuestro cerebro permanece intacta desde el nacimiento hasta el final de la
vida.
El envejecimiento cerebral es inevitable e
irreversible. En contra de lo que afirma esta idea desfasada, cada día aparecen
nuevas técnicas para mantener joven el cerebro y conservar la agudeza mental.
El cerebro pierde millones de células cada día, y
las células cerebrales perdidas no pueden reemplazarse. De hecho, el cerebro
contiene células madre que son capaces de madurar para transformarse en nuevas
neuronas a lo largo de la vida. La pérdida y formación de células cerebrales es
un asunto complejo. La mayoría de los descubrimientos traen buenas noticias
para aquellos a quienes les preocupa perder la capacidad mental a medida que
envejecen.
Las reacciones primitivas (miedo, ira, celos,
agresividad) anulan el cerebro superior. Puesto que nuestros cerebros cuentan
con una memoria genética acumulada durante miles de generaciones, el cerebro
inferior sigue con nosotros, generando impulsos primitivos y a menudo
negativos, como el miedo y la ira. Sin embargo, el cerebro está en constante
evolución y ahora poseemos la capacidad de superar las reacciones del cerebro
inferior gracias a nuestras decisiones y nuestro libre albedrío. El nuevo campo
de la psicología positiva nos enseña a utilizar mejor nuestro libre albedrío
para fomentar la felicidad y superar la negatividad.
Es una buena noticia que estos cinco mitos hayan
sido desbancados. La vieja perspectiva hacía que el cerebro pareciera un órgano
mecánico e inmutable que se deterioraba a un ritmo regular. Y eso está muy
lejos de ser real. Tú creas tu realidad en este mismo instante, y si ese
proceso sigue vivo y dinámico, tu cerebro será capaz de mantenerlo un año tras
otro.
Ahora, hablemos con más detalle sobre cómo
desmantelar esos viejos mitos que se aplican a nuestras experiencias y
expectativas.
Mito 1: El cerebro dañado no puede regenerarse
Cuando el cerebro se lesiona (por ejemplo, por un
traumatismo recibido en un accidente de coche o por un derrame), las células
nerviosas y las conexiones que estas establecen entre sí (sinapsis) se pierden.
Durante mucho tiempo se creyó que una vez que el cerebro se dañaba, las
víctimas estaban obligadas de por vida a utilizar la zona cerebral que todavía
les funcionaba. Sin embargo, en las dos últimas décadas se ha hecho un
descubrimiento crucial, confirmado por tantos estudios que sería imposible enumerarlos
todos. Cuando se pierden neuronas y sinapsis debido a una lesión, las neuronas
vecinas compensan la pérdida e intentan restablecer las conexiones perdidas, lo
que sirve para reconstruir de una manera efectiva la red neuronal dañada.
Las neuronas vecinas incrementan su campo de
acción y crean una «regeneración compensatoria» de sus proyecciones
fundamentales (el tronco principal o axón, y sus numerosas ramas filamentosas,
conocidas como dendritas). Este nuevo crecimiento recupera las conexiones
perdidas en la compleja rejilla neuronal de la que forman parte todas las
células cerebrales.
Si miramos atrás, nos resulta extraño que la
ciencia les negara en su día a las células cerebrales una capacidad común a
otras células nerviosas. Desde finales del siglo XVIII, los científicos saben
que las neuronas del sistema nervioso periférico (los nervios que recorren el
cuerpo fuera del cerebro y la médula espinal) son capaces de regenerarse. En el
año 1776, William Cumberland Cruikshank, un anatomista de origen escocés, cortó
una sección de alrededor de un centímetro del nervio vago o «neumogástrico» en
el cuello de un perro. A su paso por la garganta, el nervio vago avanza hacia
el cerebro junto a la arteria carótida, y está relacionado con la regulación de
algunas funciones muy importantes (ritmo cardíaco, sudoración, movimientos
musculares del habla), entre las que se encuentra mantener la laringe abierta
para la respiración. Si se cortan las dos ramas del nervio, el resultado es
letal. Cruikshank cortó tan solo una rama y descubrió que el hueco creado se
rellenó enseguida con nuevo tejido nervioso. Sin embargo, cuando remitió su
descubrimiento a la Royal Society, no encontró más que escepticismo, y su
artículo no fue publicado hasta décadas más tarde.
Por aquel entonces había otras evidencias que
empezaban a confirmar que los nervios periféricos como el vago pueden curarse
cuando se seccionan. (Tú experimentas el mismo fenómeno si te haces un corte
profundo en la mano que te deja un dedo entumecido; al poco tiempo, recuperas
la sensibilidad). Sin embargo, durante siglos la gente ha creído que los
nervios del sistema nervioso central (compuesto por el cerebro y la médula
espinal) carecían de esa capacidad.
Es cierto que el sistema nervioso central no se regenera con la misma solidez y velocidad que el sistema nervioso periférico.
Las células nerviosas (neuronas) son verdaderas
maravillas de la naturaleza capaces de crear nuestro sentido de la realidad.
Las neuronas se conectan entre sí para formar vastas e intrincadas redes
neuronales. Tu cerebro contiene alrededor de cien mil millones de neuronas, y
hasta un trillón de conexiones llamadas sinapsis.
Las neuronas proyectan filamentos serpenteantes
conocidos como axones y dendritas, que liberan señales tanto químicas como
eléctricas en el espacio sináptico. Una neurona posee muchas dendritas que
reciben información de otras células nerviosas. Sin embargo, solo posee un
axón, que puede llegar a alcanzar más de un metro de longitud. El cerebro de un
hombre adulto está compuesto por unos cien mil millones de axones y por
incontables dendritas: suficientes para envolver la Tierra unas cuatro veces.
Sin embargo, gracias a su «neuroplasticidad» el
cerebro puede remodelar y reconfigurar sus conexiones después de una lesión.
Esta reconfiguración es la definición funcional de la neuroplasticidad, que en
estos momentos es un tema controvertido. «Neuro» viene de «neurona», y
«plasticidad» significa «maleabilidad». La vieja teoría afirmaba que los niños
configuraban sus redes neuronales de forma natural durante su desarrollo, y que
después el proceso se detenía y el cerebro se volvía inmutable. Hoy día vemos las
proyecciones de las células nerviosas cerebrales como largos y finísimos
gusanos que se reconfiguran continuamente en función de las experiencias, el
aprendizaje y las lesiones. Sanar y evolucionar son cosas íntimamente ligadas.
Tu cerebro se está remodelando en este mismo
instante. No hace falta una lesión que desencadene el proceso: estar vivo es
suficiente. Además, puedes estimular la neuroplasticidad exponiéndote a nuevas
experiencias. Y el resultado es incluso mejor si intentas aprender nuevas
habilidades de forma deliberada. Si muestras pasión y entusiasmo, mejor que
mejor. El simple hecho de regalarle a una persona mayor una mascota a la que
cuidar aumenta sus ganas de vivir. El hecho de que el cerebro se altere es la
clave de la diferencia, pero debemos recordar que las neuronas son meros
sirvientes. La hoja de disección revela cambios en las proyecciones nerviosas y
en los genes. Sin embargo, lo que en realidad revigoriza a una persona mayor es
adquirir un nuevo propósito y algo nuevo a lo que amar.
La neuroplasticidad es algo más que la mente
sobre la materia. Es la mente que se convierte en materia cuando tus
pensamientos generan un nuevo crecimiento neuronal. Al principio, el fenómeno
fue objeto de burlas y se menospreció a los científicos por utilizar el término
«neuroplasticidad». Todavía hoy muchos de los nuevos conceptos, que a buen
seguro serán fundamentales y predominantes en las próximas décadas, se
consideran insignificantes e inútiles. La neuroplasticidad superó un mal
comienzo y se convirtió en una estrella.
El descubrimiento de este poder de la mente sobre
la materia tuvo un gran impacto en nosotros dos, los autores, en la década de
los ochenta. Deepak estaba concentrado en el lado espiritual de la conexión
mente-cuerpo, y promocionaba la meditación y la medicina alternativa. Se
inspiraba en un dicho que había escuchado al principio de su carrera: «Si
quieres saber cómo pensabas antes, mira tu cuerpo ahora. Si quieres saber cómo
será tu cuerpo en el futuro, examina lo que piensas hoy».
A Rudy, este descubrimiento revolucionario le
llegó cuando era un estudiante graduado inmerso en el programa neurocientífico
de la facultad de medicina de Harvard. Trabajaba en el Boston’s Children
Hospital, intentando aislar el gen que produce el tóxico cerebral fundamental
en la enfermedad de alzheimer, la proteína amiloide beta (para abreviar, el
betapéptido A): una sustancia viscosa que se acumula en el cerebro y está
involucrada en el malfuncionamiento neuronal y su posterior desintegración.
Rudy estudiaba minuciosamente todos los artículos que encontraba sobre el
alzheimer y su amiloide tóxico. Podía presentarse en forma de amiloide beta en
la enfermedad de alzheimer, o en la de prion amiloide en las enfermedades
relacionadas con el mal de las vacas locas.
Un día leyó un artículo que mostraba cómo el
cerebro de un paciente de alzheimer se había enfrentado a la acumulación del
amiloide beta en un esfuerzo por remodelar la parte lesionada del cerebro
relacionada con la memoria a corto plazo, el hipocampo, que está situado en el
lóbulo temporal (llamado así porque dentro del cráneo se sitúa en la zona de
las sienes).
El hecho de que el cerebro intentara encontrar
una forma de eludir los devastadores daños cambió toda la perspectiva que Rudy
tenía sobre el alzheimer, una enfermedad que había estudiado día y noche en el
interior de un acogedor laboratorio del tamaño de un pequeño cuarto de
suministros, situado en la cuarta planta del hospital. Entre los años 1985 y
1988, se concentró en identificar el gen responsable de la acumulación excesiva
de beta amiloide en el cerebro de los pacientes de alzheimer. Trabajó codo con codo
con su colega Rachel Neve en un ambiente con música de fondo, casi siempre la
de Keith Jarrett, posiblemente el mejor pianista de jazz que haya existido
jamás.
A Rudy le encantaban los conciertos de Keith
Jarrett por su brillante improvisación. Jarrett tenía su propio término para
definirlos: «extemporáneos». En otras palabras, eran imprevistos, radicalmente
espontáneos. Para Rudy, Jarrett expresaba con música la manera en que el
cerebro funciona en el mundo de cada día: respondiendo a cada instante con
instrucciones creativas basadas en toda una vida de experiencias. La sabiduría
se renueva a sí misma a cada momento. La memoria descubre vida fresca. Es justo
decir que cuando Rudy descubrió el primer gen del alzheimer, el precursor de la
proteína amiloide (PPA), en aquel pequeño laboratorio de la cuarta planta, su
musa fue Keith Jarrett.
En 1986 apareció un artículo que contradecía la
corriente general y daba nuevas esperanzas, un artículo que afirmaba que los
pacientes de alzheimer podían regenerar su tejido cerebral. Fue un día
extremadamente frío, incluso para los inviernos bostonianos, y Rudy estaba
sentado en una de las mesas de la biblioteca de la tercera planta de la
facultad médica de Harvard, respirando el familiar aroma del papel viejo y
polvoriento. Algunos de aquellos periódicos científicos no habían visto la luz
en muchas décadas.
Entre los nuevos artículos sobre el alzheimer se
encontraba uno de la revista Science, firmado por Jim Geddes y sus colegas, con
el intrigante título «Plasticidad del circuito hipocámpico en la enfermedad de
alzheimer». En cuanto le echó un vistazo, Rudy corrió hasta la máquina de
cambio a fin de conseguir unas cuantas monedas para la fotocopiadora. (El lujo
de los periódicos digitales todavía era cosa del futuro). Después de leerlo
concienzudamente en compañía de Rachel, se miraron el uno al otro con los ojos
abiertos de par en par durante lo que parecieron horas, hasta que al final
exclamaron: «¡¿No es genial?!». El misterio de un cerebro capaz de curarse a sí
mismo había entrado en sus vidas.
La esencia de ese estudio preliminar era la
siguiente. En la enfermedad de alzheimer, una de las primeras cosas que empeora
es la memoria a corto plazo. En el cerebro, las proyecciones neuronales
fundamentales que permiten que se almacene la información sensorial aparecen
literalmente seccionadas. (Entramos en el mismo campo que Cruikshank cuando
cortó el nervio vago del perro). Para ser más específicos, diremos que existe
un pequeño saco de células nerviosas en el cerebro, denominado corteza
entorrinal, que actúa como estación de paso para toda la información sensorial
que recibimos y la deposita en el hipocampo para almacenarla a corto plazo. (Si
todavía recuerdas que Rudy trabajaba con una colega llamada Rachel es que tu
hipocampo hace su trabajo). El hipocampo recibe su nombre de la palabra latina
que significa «caballito de mar», porque su forma es similar a la de ese
animalillo. Si formas dos letras C con el índice y el pulgar de tus manos, las
enfrentas y luego las entrelazas en un plano paralelo, obtendrás más o menos la
forma correcta del hipocampo.
Pongamos que llegas a casa después de hacer la
compra y quieres contarle a una amiga que has visto unos zapatos rojos que
serían perfectos para ella. La imagen de esos zapatos, después de pasar por la
corteza entorrinal, se transmite a través de unas proyecciones neuronales
agrupadas en la llamada vía perforante. Ahora hemos llegado al motivo
fisiológico por el que algunos enfermos de alzheimer no recordarán esos
zapatos. En los pacientes de alzheimer, la región exacta por la que la vía
perforante atraviesa el hipocampo suele estar llena de beta amiloide
neurotóxico, que cortocircuita la transferencia de la información sensorial.
Además, las terminaciones nerviosas comienzan a atrofiarse y romperse en esa
misma región, con lo que se secciona la vía perforante.
Las células nerviosas de la corteza entorrinal
que generan esas terminaciones nerviosas no tardarán en morir, ya que dependen
de factores de crecimiento (las proteínas que aseguran su supervivencia), que
recibían a través de las terminaciones nerviosas que en su día estaban
conectadas con el hipocampo. Al final, la persona ya no puede almacenar
recuerdos a corto plazo ni aprender, y se instaura la demencia.
El resultado es devastador. Tal y como reza el
dicho: uno no sabe que tiene alzheimer cuando olvida dónde puso las llaves del
coche, sino cuando olvida para qué son.
En su primer estudio, Geddes y sus colegas
mostraron que en esa área de extinción neuronal masiva ocurría algo casi
mágico. Las neuronas vecinas supervivientes empezaban a generar nuevas
proyecciones para compensar las que se habían perdido. Esto es una forma de
neuroplasticidad llamada regeneración compensatoria. Por primera vez, Rudy
había encontrado una de las cualidades más milagrosas del cerebro. Era como si
alguien cortara una rosa de un arbusto y el rosal de al lado le ofreciera uno
de sus capullos.
De repente, Rudy fue capaz de apreciar el
exquisito poder y la elasticidad del cerebro humano. Nunca des por muerto al
cerebro, pensó. Gracias a la neuroplasticidad, el cerebro se había convertido
en un órgano maravillosamente adaptable y notablemente regenerativo. Había
esperanzas incluso para un cerebro dañado por el alzheimer; solo había que
pillarlo con la antelación suficiente para activar la neuroplasticidad. Es una
de las posibilidades más esperanzadoras para las investigaciones futuras.
Mito 2: La configuración física del cerebro no
puede cambiarse.
Antes de que la neuroplasticidad fuera
demostrada, la medicina podría haber prestado atención al filósofo suizo
Jean-Jacques Rousseau, quien a mediados del siglo XVIII aseguró que la
naturaleza no era una máquina estática, sino algo vivo y dinámico. Llegó a
proponer que el cerebro se reorganizaba continuamente en función de nuestras
experiencias. Por tanto, la gente debía practicar tanto ejercicios mentales
como físicos. A efectos prácticos, esta podría haber sido la primera
declaración de que nuestro cerebro es flexible y plástico, capaz de adaptarse a
los cambios de nuestro entorno.
Mucho después, a mediados del siglo XX, el
psicólogo estadounidense Karl Lashley proporcionó pruebas de este fenómeno.
Lashley entrenaba a ratas para que buscaran recompensas alimenticias en un
laberinto y luego les extirpaba grandes porciones de corteza cerebral, trocito
a trocito, para comprobar cuándo olvidaban lo que habían aprendido con
anterioridad. Daba por hecho, dado lo delicado que es el tejido cerebral y lo
dependientes que son todas las criaturas de su cerebro, que quitar una pequeña
porción de tejido causaría una pérdida masiva de memoria.
Por sorprendente que parezca, Lashley descubrió
que aun después de extirpar el 90 por ciento de la corteza cerebral a una rata,
el animal todavía recorría el laberinto con éxito. Por lo visto, cuando
aprenden el laberinto, las ratas crean muchos tipos de sinapsis redundantes a
partir de todos sus sentidos sensoriales. Varias partes diferentes de su
cerebro interactúan para formar distintas asociaciones sensoriales
superpuestas. En otras palabras: las ratas no solo veían su camino hacia la
comida dentro del laberinto; también lo olían y lo sentían bajo sus patas.
Cuando se extirpaban pequeños trozos de corteza, el cerebro generaba nuevas
proyecciones (axones) y formaba nuevas sinapsis para aprovechar los demás
sentidos, y utilizaba las pistas que le quedaban, por mínimas que fueran.
Aquí tenemos la primera pista importante de que
la «configuración inamovible» debería ser recibida con escepticismo. El cerebro
posee circuitos, pero no cables; los circuitos están formados por tejido vivo. Y
aún más importante: estos circuitos se remodelan en función de los
pensamientos, los recuerdos, los deseos y las experiencias. Deepak recuerda un
controvertido artículo médico de 1980 titulado, medio en broma, «¿El cerebro es
realmente necesario?». Estaba basado en el trabajo del neurólogo británico John
Lorber, quien había trabajado con víctimas del trastorno cerebral conocido como
hidrocefalia («agua en el cerebro»), en el que se acumula un exceso de fluidos
dentro del cráneo. La presión resultante aplasta las células cerebrales. La
hidrocefalia provoca retraso mental, así como también otros daños importantes e
incluso la muerte.
Lorber había escrito antes sobre dos niños
nacidos sin corteza cerebral y que, a pesar de este raro y letal defecto,
parecían haberse desarrollado con normalidad, sin señales externas de lesión.
Un niño sobrevivió tres meses y el otro, un año. Por si esto no fuera lo
bastante sorprendente, un colega de la Universidad de Sheffield le envió a
Lorber a un joven que tenía una cabeza más grande de lo normal. Se había
graduado en la facultad con una matrícula de honor en matemáticas y tenía un
coeficiente de inteligencia de 126. No tenía ningún síntoma de hidrocefalia, y
el joven llevaba una vida normal. Sin embargo, como reveló un escáner CAT y en
palabras del propio Lorber, el joven «apenas tenía cerebro». Su cráneo estaba
recubierto por una fina capa de células cerebrales de alrededor de un milímetro
de espesor, y el resto de la cavidad craneal estaba llena de fluido cerebral.
Es algo extraordinario presenciar este trastorno,
pero Lorber siguió adelante y llegó a registrar más de seiscientos casos.
Dividió a sus pacientes en cuatro categorías, según la cantidad de fluido que
albergaban en el cerebro. La categoría más grave, en la que solo se incluía el
10 por ciento de la muestra, estaba formada por las personas cuya cavidad
craneal tenía un 95 por ciento de fluido. De estas, la mitad sufría un retraso
mental grave; la otra mitad, en cambio, poseía un CI por encima de 100.
Como era de esperar, los escépticos se lanzaron
al ataque. Algunos dijeron que Lorber no había interpretado correctamente las
imágenes de los escáneres, pero él aseguró que sus pruebas eran sólidas. Otros
argumentaron que en realidad no había pesado la materia cerebral que quedaba, a
lo que él replicó con sequedad: «No sabría decir si el cerebro del estudiante
de matemáticas pesa 50 o 150 gramos, pero es evidente que está lejos del kilo y
medio que se considera normal». En otras palabras, la diferencia de peso era
muy significativa. Algunos neurólogos de miras más amplias declararon que esos
resultados demostraban lo redundante que es el cerebro, donde muchas de las
funciones están copiadas y superpuestas. Sin embargo, hubo otros que
descartaron esta explicación y resaltaron que «la redundancia no es más que una
pretexto para eludir algo que no se entiende». Hasta el día de hoy, el fenómeno
permanece envuelto en el misterio, pero debemos tenerlo en mente mientras se
desarrolla nuestra explicación. ¿Podría ser un ejemplo radical del poder de la
mente para hacer que el cerebro (incluso uno drásticamente reducido) cumpla sus
órdenes?
No obstante, debemos considerar algo más que las
lesiones cerebrales. En un ejemplo más reciente de la reconstrucción neuronal,
el neurólogo Michael Merzenich y sus colegas de la Universidad de California,
San Francisco, experimentaron con siete pequeños monos entrenados para
encontrar comida utilizando los dedos. El plan era colocar bolitas con sabor a
plátano al fondo de pequeños contenedores, o comederos, situados en un tablero
de plástico. Algunos de los comederos eran amplios y de poca profundidad; otros
eran estrechos y profundos. Como es natural, cuando un mono intentaba coger la
comida, tenía más éxito en los comederos anchos y poco profundos y fracasaba
casi siempre en los que eran estrechos y profundos. Sin embargo, con el paso
del tiempo todos los monos se volvieron muy habilidosos, y al final siempre
conseguían la comida, sin importar lo lejos que tuvieran que llegar sus
dedillos para alcanzar la bolita.
Entonces el equipo realizó escáneres cerebrales
de una región específica del cerebro conocida como corteza somatosensorial, que
controla el movimiento de los dedos, con la esperanza de demostrar que la
experiencia de aprender una capacidad había alterado realmente el cerebro de
los monos. Descubrieron que esta región cerebral se había conectado con otras
áreas a fin de incrementar las probabilidades de encontrar más comida en el
futuro. Merzenich postuló que cuando las regiones cerebrales empiezan a establecer
nuevas interacciones, las conexiones recién creadas forman un nuevo circuito.
En esta forma de neuroplasticidad, «las neuronas que se activan juntas, se
conectan juntas». En nuestro día a día, si nos proponemos deliberadamente
aprender nuevas cosas o hacer cosas familiares de distinta manera (como ir al
trabajo por una ruta diferente o coger el autobús en lugar del coche),
generamos nuevas conexiones que mejoran nuestro cerebro. El ejercicio físico
aumenta la masa muscular; los ejercicios mentales crean nuevas sinapsis que
fortalecen la red neuronal.
Hay muchos otros ejemplos que refuerzan la idea
de que la doctrina tradicional del cerebro estático e inmutable es falsa. Las
personas que habían sufrido un accidente cerebrovascular no tenían por qué
quedarse estancadas con la lesión cerebral producida por la rotura de un vaso
sanguíneo o un coágulo. Cuando las células cerebrales mueren, las neuronas
vecinas pueden compensarlas y mantener la integridad del circuito neuronal.
Pongamos un ejemplo más personal: ves la casa en la que creciste, recuerdas tu
primer beso y valoras tu círculo de amistades gracias a un circuito neuronal
altamente personalizado que te ha llevado toda la vida crear.
Un ejemplo de la milagrosa capacidad del cerebro
para generar nuevas conexiones es el caso de un mecánico que sufrió un
traumatismo cerebral grave al salir disparado de su coche en un accidente de
tráfico. Quedó paralizado, y solo era capaz de comunicarse cerrando los
párpados o inclinando levemente la cabeza. Después de diecisiete años, sin
embargo, este hombre salió de repente de su estado semicomatoso. Durante las
semanas siguientes, experimentó una recuperación asombrosa, hasta el punto de
recuperar un lenguaje fluido y cierta movilidad en las extremidades. A lo largo
del año y medio siguiente, las imágenes cerebrales proporcionaron evidencias
visibles de que estaba creando nuevos caminos que podían restaurar su función
cerebral. Las células nerviosas sanas estaban generando nuevos axones (o
troncos principales) y dendritas (numerosas ramas filiformes) para crear un
circuito neuronal que compensaría las células nerviosas muertas...
¡Neuroplasticidad clásica!
La conclusión final es que no tenemos una
«configuración inflexible». Nuestro cerebro es increíblemente adaptable; el
maravilloso proceso de la neuroplasticidad te da la capacidad, gracias a tus
pensamientos, sentimientos y acciones, de desarrollarte en cualquier dirección
que elijas.
Mito 3: El envejecimiento del cerebro es
inevitable e irreversible
Un movimiento conocido como «la nueva senectud»
se está extendiendo en la sociedad. Antes se pensaba que los mayores eran
pasivos y serios, personas que se sentaban en sus mecedoras a esperar su
declive mental y físico. Ahora ocurre justo lo contrario. La gente mayor tiene
mayores expectativas de permanecer activa y vital. Como resultado, la
definición de senectud ha cambiado. Un sondeo preguntó a una muestra de
personas nacidas durante el baby boom de la posguerra: «¿Cuándo comienza la
vejez?». La mayoría de ellas respondió que a los ochenta y cinco años. La
expectativa de vida aumenta y el cerebro debe seguirle el ritmo para acomodarse
a la nueva senectud. La antigua teoría del cerebro estático e inmutable
sostenía que el envejecimiento cerebral era inevitable. Supuestamente, las
células cerebrales morían de manera constante a medida que la persona
envejecía, y su pérdida era irreversible.
Ahora que sabemos lo flexible y dinámico que es
el cerebro, no podemos dar por válida esa pérdida inevitable. En el proceso de
envejecimiento, que progresa sobre un uno por ciento al año desde los treinta,
no hay dos personas iguales. Incluso los gemelos idénticos, nacidos con los
mismos genes, tendrán patrones de actividad génica diferentes cuando cumplan
setenta, y es muy posible que sus cuerpos sean muy distintos, en función del
estilo de vida que hayan elegido. Dicha elección no añade ni sustrae genes a la
dotación con la que nacieron, pero lo cierto es que casi todos los aspectos de
la vida (dieta, actividad, estrés, relaciones, trabajo y entorno físico)
alteran la actividad de dichos genes. De hecho, no hay ni un solo aspecto del
envejecimiento que sea inevitable. En cualquier función, ya sea mental o
física, se puede encontrar a personas que han mejorado con el tiempo. Existen
corredores de bolsa con noventa años que dirigen complejas transacciones y
poseen una memoria que ha mejorado con el tiempo.
El problema es que demasiados de nosotros nos
apegamos a la norma. A medida que envejecemos, tendemos a volvernos apáticos y
perezosos en cuestiones que requieren aprendizaje. Se necesita una cantidad de
estrés menor para molestarnos, y dicho estrés nos dura más tiempo. Ahora
sabemos que el «apego a las costumbres» de las personas mayores está
fundamentado en la conexión mente-cuerpo. En ocasiones, el cerebro es quien
domina esta relación. Imagina un restaurante en el que los dueños sientan
primero a los que tienen reserva. Un joven que deba esperar en la cola se
sentirá un poco molesto, pero olvidará el enfado en cuanto se siente. Una
persona mayor puede reaccionar con un estallido de furia... y permanecerá
furiosa incluso después de sentarse. El responsable de esta diferencia entre
las reacciones al estrés es el cerebro. De igual forma, cuando una persona
mayor se agobia al recibir demasiada información sensorial (en un ruidoso
atasco de tráfico, en una tienda abarrotada), es probable que su cerebro presente
una capacidad reducida para absorber las oleadas de datos que genera el
ajetreado mundo.
La mayor parte del tiempo, sin embargo, es la
mente quien domina la relación cerebro-mente. A medida que envejecemos,
tendemos a simplificar nuestra actividad mental, a menudo como mecanismo de
defensa o como escudo de seguridad. Nos sentimos seguros con aquello que
conocemos y evitamos desviarnos de nuestro camino para aprender cosas nuevas.
La gente joven interpreta ese comportamiento como irritabilidad y testarudez,
pero la auténtica causa está en la danza entre mente y cerebro. Para muchos de
los mayores, aunque no para todos, la música se vuelve más lenta, pero lo
importante es que no se retiren de la pista de baile... algo que facilitaría el
declive, tanto mental como cerebral. El cerebro mantiene solo las conexiones
existentes, en lugar de generar nuevas sinapsis. En esta espiral descendente de
la actividad mental, la persona que envejece tendrá al final menos sinapsis y
dendritas por cada neurona en la corteza cerebral.
Por suerte, se pueden hacer elecciones
conscientes. Puedes elegir ser consciente de los pensamientos y emociones que
se evocan en tu cerebro a cada minuto. Puedes elegir seguir una curva
ascendente de aprendizaje, sin importar lo mayor que seas. Y al hacerlo crearás
dendritas, sinapsis y circuitos neuronales nuevos que mejorarán la salud de tu
cerebro y te ayudarán incluso a evitar el alzheimer (como sugieren los últimos
descubrimientos científicos).
Ya hemos cuestionado la inevitabilidad, pero ¿Qué
pasa con la irreversibilidad de los efectos del envejecimiento? A medida que
envejecemos, muchos de nosotros tenemos la sensación de que nuestra memoria
empieza a ir cada vez a peor. No recordamos por qué hemos entrado en cierta
habitación y bromeamos, con cierto matiz defensivo, sobre tener momentos de
senilidad. Rudy tiene un gato maravilloso que lo sigue a todas partes como si
fuera un perro. En más de una ocasión, Rudy se ha levantado de su sillón en el salón
y se ha dirigido a la cocina con el gato pisándole los talones, solo para que
al llegar el animal y él se miren con expresión vacía. Ninguno de ellos sabe
por qué han ido hasta allí. Aunque podríamos decir que esos lapsus son ejemplos
de pérdidas de memoria relacionada con la edad, en realidad se deben a una
falta de aprendizaje... a la hora de registrar nueva información en el cerebro.
En muchos casos, estamos tan agotados o distraídos cuando hacemos las cosas que
ese simple déficit de atención lleva a una falta de aprendizaje. Cuando no
recordamos un simple hecho como dónde hemos puesto las llaves, significa que no
aprendimos o registramos dónde las pusimos. Como usuarios de nuestro cerebro,
no grabamos ni consolidamos la información sensorial en la memoria a corto
plazo durante el proceso de dejar las llaves. Y uno no puede recordar lo que
nunca ha aprendido.
Si permaneces alerta, tendrás un cerebro sano que
seguirá apoyándote a medida que envejeces. Nuestra expectativa debe ser
permanecer alerta, y no el miedo al deterioro y la senilidad. Desde nuestro
punto de vista (y Rudy habla como investigador destacado de la enfermedad de
alzheimer), cualquier campaña pública para generar alarma ante la posible
aparición de la senilidad tendría un efecto negativo. Las expectativas son
poderosos activadores del cerebro. Si temes perder la memoria y sientes
ansiedad hasta por los lapsus más insignificantes, interfieres en el acto
natural, espontáneo y fácil de recordar. A nivel biológico, casi el 80 por
ciento de la gente con más de setenta años no presenta pérdidas de memoria
significativas. Nuestras expectativas deberían centrarse en ese descubrimiento,
y no en un viejo miedo oculto e infundado.
Si tienes una actitud hastiada y apática con
respecto a la vida, o si sencillamente no muestras tanto entusiasmo por tus
experiencias momentáneas, tu potencial de aprendizaje se deteriora. Como
evidencia física, un neurólogo puede señalar las sinapsis que deben
consolidarse en la memoria a corto plazo. Sin embargo, en la mayoría de los
casos un suceso mental ha precedido a la evidencia física: en realidad nunca
aprendimos lo que creemos que hemos olvidado.
Nada solidifica la memoria como las emociones.
Cuando somos niños, aprendemos sin esfuerzo porque los jóvenes se muestran
apasionados y entusiastas ante el aprendizaje. Las emociones de alegría y
admiración, aunque también las de miedo y horror, intensifican el aprendizaje.
Eso graba el recuerdo en la memoria, generalmente de por vida. (Intenta
recordar tu primer pasatiempo o tu primer beso. Ahora intenta acordarte del
primer congresista que votaste, o la marca del coche de tu vecino cuando tenías
diez años. Por lo general, lo primero es fácil y lo segundo no tanto... a menos
que desde pequeño te apasionaran la política y los coches).
Algunas veces el factor asombro que funciona con
los niños también lo hace con los adultos. Las emociones fuertes son a menudo
la clave. Todos recordamos dónde estábamos cuando ocurrió el atentado del 11 de
septiembre, de la misma forma que la gente mayor recuerda dónde estaba el 12 de
abril de 1945, cuando el presidente Roosevelt murió de repente mientras estaba
de vacaciones en «la pequeña Casablanca», en Warm Springs, Georgia. Puesto que
la memoria sigue siendo una desconocida, no podemos decir, en términos de
función cerebral, por qué las emociones intensas pueden provocar el
almacenamiento de recuerdos tan detallados. Algunas emociones fuertes pueden
tener el efecto contrario: en los casos de los niños que sufren abusos
sexuales, por ejemplo, ese horrible trauma se suprime y solo puede sacarse a la
luz tras muchas horas de terapia intensiva o hipnosis. Estas cuestiones no se
resolverán hasta que se respondan algunas preguntas básicas: ¿Qué es un
recuerdo?, ¿Cómo lo almacena el cerebro en la memoria?, ¿Qué clase de rastro
físico, si es que lo hay, deja un recuerdo en el interior de una célula
cerebral?
No conocemos las respuestas, pero nosotros
creemos que la clave está en el comportamiento y las expectativas. Cuando te
entusiasmas y apasionas por volver a aprender algo, como les ocurre a los
niños, se forman nuevas dendritas y sinapsis, y tu memoria puede volver a ser
tan fuerte como cuando eras joven. Además, cuando rememoras activamente un
viejo recuerdo (es decir, cuando rebuscas en tu mente para recordar el pasado
con precisión), creas nuevas sinapsis que fortalecen las antiguas, lo que
incrementa las probabilidades de que puedas recordar esos datos en el futuro.
La responsabilidad es nuestra, de los líderes y usuarios del cerebro. Tú no
eres tu cerebro; eres mucho más. A fin de cuentas, eso es lo único que merece
la pena recordar siempre.
Mito 4: El cerebro pierde millones de células
cada día, y las células cerebrales perdidas no pueden reemplazarse
El cerebro humano pierde unas 85.000 neuronas
corticales al día, alrededor de una por segundo. No obstante, es una cantidad
infinitesimal (un 0,0002 por ciento) de los cuarenta mil millones de neuronas
que hay en tu corteza cerebral. A ese ritmo, ¡tardarías más de seiscientos años
en perder la mitad de las neuronas de tu cerebro!
Todos hemos crecido con la idea de que una vez
que perdemos las células cerebrales, estas desaparecen para siempre y no son
sustituidas jamás. (En nuestra adolescencia, esta advertencia era una parte
fundamental de la reprimenda paterna sobre los peligros del alcohol). En las
últimas décadas, sin embargo, se ha demostrado que no hay una auténtica pérdida
permanente. El investigador Paul Coleman, de la Universidad de Rochester,
demostró que el número total de células nerviosas de tu cerebro a la edad de veinte
años no sufre un cambio significativo cuando cumples los setenta.
El desarrollo de nuevas neuronas se denomina
neurogénesis. Se observó por primera vez hace unos veinte años, en los cerebros
de ciertos pájaros. Por ejemplo, cuando los pinzones cebra crecen y aprenden
nuevos trinos con propósitos de apareamiento, su cerebro aumenta de tamaño
notablemente, ya que se crean nuevas células nerviosas para acelerar el proceso
de aprendizaje. Una vez que el pinzón aprende el trino, muchas de las células
nuevas mueren, con lo que el cerebro recupera su tamaño original. Este proceso
se conoce con el nombre de muerte celular programada o apoptosis. Los genes no
solo saben cuándo ha llegado el momento de crear nuevas células (por ejemplo,
cuando nos salen los dientes permanentes para reemplazar la dentición de leche
o cuando sufrimos los cambios de la pubertad), sino también cuándo ha llegado
el momento en que una célula debe morir, como cuando mudamos las células de la
piel, cuando perdemos hematíes a los pocos meses del nacimiento o en muchos
otros casos. La mayoría de la gente se sorprende al descubrir esto. La muerte
está al servicio de la vida; puede que tú te resistas a esa idea, pero tus
células lo entienden a la perfección.
En las décadas que siguieron a estos primeros
descubrimientos, los investigadores observaron la neurogénesis en el cerebro de
los mamíferos, particularmente en el hipocampo, que es el responsable de la
memoria a corto plazo. Ahora sabemos que en el hipocampo se crean muchos miles
de células nerviosas nuevas todos los días. El neurólogo Fred Gate, del Salk
Institute, demostró que el ejercicio físico y un ambiente enriquecedor (un
entorno estimulante) activaban el desarrollo de nuevas neuronas en los ratones.
Puedes ver el mismo principio en funcionamiento en los zoológicos. Los gorilas
y otros primates languidecen si permanecen confinados en jaulas sin nada que
hacer, pero prosperan en grandes terrenos cercados llenos de árboles, columpios
y juguetes. Si pudiéramos descubrir exactamente cómo inducir la neurogénesis de
manera segura en el cerebro humano, podríamos tratar con más eficacia las
enfermedades causadas por pérdida de células cerebrales o por daños graves,
como la enfermedad de alzheimer, las lesiones cerebrales traumáticas, los
accidentes cerebrovasculares y la epilepsia. También podríamos conservar la
salud de nuestro cerebro a medida que envejecemos.
El investigador del alzheimer Sam Sisodia, de la
Universidad de Chicago, demostró que el ejercicio físico y la estimulación
mental protegían a los ratones de padecer la enfermedad de alzheimer, incluso
cuando se les había introducido la mutación humana del alzheimer en su genoma.
Otros estudios en roedores también han obtenido resultados alentadores en
cerebros normales. Si haces ejercicio todos los días, aumentarás el número de
nuevas células nerviosas, al igual que cuando te propones aprender cosas nuevas.
Al mismo tiempo, promueves la supervivencia de esas nuevas células y
conexiones. Por el contrario, el estrés emocional y los traumas activan la
producción de glucocorticoides en el cerebro, toxinas que inhiben la
neurogénesis en experimentos animales.
Podemos descartar sin problemas el mito de que
perdemos millones de células cerebrales cada día. Incluso la advertencia
paterna de que el alcohol mata neuronas ha resultado ser una verdad a medias.
Tomar alcohol de manera ocasional mata solo un número mínimo de neuronas,
incluso en los alcohólicos (quienes, sin embargo, corren muchos otros peligros
de salud reales). En realidad, el consumo de alcohol provoca una pérdida de
dendritas, pero los estudios parecen indicar que este daño es casi siempre
reversible. Así pues, por ahora la conclusión es que cuando envejecemos, las
principales áreas del cerebro involucradas en la memoria y el aprendizaje
siguen produciendo nuevas células nerviosas, y que este proceso puede
estimularse con el ejercicio físico, las actividades mentales estimulantes
(como leer este libro) y las relaciones sociales.
Mito 5: las reacciones primitivas (miedo, ira,
celos, agresividad) anulan el cerebro superior
La mayoría de la gente ha oído algo sobre la
falsedad de los cuatro primeros mitos. El quinto mito, sin embargo, parece
estar ganando terreno. El fundamento para declarar que los seres humanos están
gobernados por los impulsos primitivos es en parte científico, en parte moral y
en parte psicológico. Para resumirlo en una frase: «Nacimos malos por castigo
de Dios, y hasta la ciencia está de acuerdo en eso». Hay demasiada gente que
cree al menos una parte de esta frase, si no entera.
Examinemos lo que parece ser la posición
racional, el argumento científico. Todos nosotros nacemos con una memoria
genética que nos proporciona los instintos básicos necesarios para sobrevivir.
El objetivo de la evolución es asegurar la propagación de nuestra especie.
Nuestras necesidades instintivas trabajan de la mano con nuestros impulsos
emocionales con el fin de conseguir comida, encontrar refugio, adquirir poder y
procrear. Nuestro miedo instintivo evita que nos metamos en situaciones
peligrosas que puedan poner en peligro nuestras vidas o a nuestra especie.
Así pues, se utiliza un argumento evolutivo para
convencernos de que nuestros miedos y deseos, programados instintivamente
cuando estábamos en el útero, son los que están al mando y los que gobiernan
nuestro cerebro superior, más evolucionado (sin tener en cuenta la obvia ironía
de que ha sido el cerebro superior quien ha ideado la teoría que lo ha
destronado). Es indudable que las reacciones instintivas están integradas en la
estructura cerebral. Algunos neurólogos encuentran convincente el argumento que
asegura que ciertos individuos están programados para ser antisociales,
criminales o personas con problemas de ira, del mismo modo que otros están
programados para padecer ansiedad, depresión, autismo y esquizofrenia.
Sin embargo, dar tanta importancia al cerebro
inferior pasa por alto una poderosa verdad. El fin de la cualidad
multidimensional del cerebro es permitir que cualquier experiencia ocurra. La
predominancia de una experiencia sobre otra no es algo automático ni
genéticamente programado. Existe un equilibrio entre deseo y contención, entre
elección y compulsión. Aceptar que la biología es equivalente al destino
desmonta todo el propósito del ser humano: deberíamos someternos al destino
sólo como un último recurso desesperado, pero el argumento basado en un cerebro
inferior dominante hace que la sumisión sea la primera elección. ¿Cómo podemos
tolerar algo así? No olvidemos que nuestros antepasados se resignaron a la
maldad humana porque se les dijo que la habían heredado a causa de la
desobediencia de Adán y Eva en el Jardín del Edén. La herencia genética corre
el peligro de generar ese mismo tipo de resignación, disfrazada de argumento
científico.
Aunque experimentamos miedo y deseo todos los
días, ya que son reacciones naturales ante el mundo, no tenemos por qué dejar
que nos dominen. Un conductor atascado en la autovía de Los Ángeles, frustrado
y ahogado en humo, experimentará la misma reacción de huida o lucha que sentían
sus ancestros cuando cazaban antílopes en la sabana africana o tigres dientes
de sable en el norte de Europa. Esta respuesta al estrés, un impulso
instintivo, está integrada dentro de nosotros, pero no hace que los conductores
abandonen sus vehículos en masa para huir o atacarse unos a otros. Freud
sostenía que la civilización depende de nuestra capacidad para gobernar los
impulsos primarios a fin de que los valores más elevados puedan prevalecer, y
eso parece bastante cierto. No obstante, él pensaba que pagamos un alto precio
por ello. Reprimimos nuestros instintos básicos, pero jamás llegamos a
eliminarlos ni a hacer las paces con nuestros miedos más profundos o nuestra
agresividad. El resultado son estallidos de violencia en masa como los de las
dos guerras mundiales, en los que toda esa energía reprimida se cobra su precio
de formas horribles e incontrolables.
No podemos resumir aquí los miles de libros que
se han escrito sobre este tema, ni ofrecer la respuesta perfecta. No obstante,
está claro que etiquetar a los seres humanos como marionetas de los instintos
animales es una equivocación, en primer lugar porque es una afirmación muy
descompensada. El cerebro superior es tan válido, poderoso y evolutivo como el
inferior. Los circuitos más largos del cerebro, los que forman los ciclos de
retroalimentación entre las áreas inferiores y las superiores, son maleables.
Si juegas como refuerzo en un equipo de hockey profesional y tu trabajo es
iniciar peleas sobre el hielo, es probable que decidas moldear tu circuito
cerebral para reforzar la agresividad. Pero es siempre una elección, y si llega
el día en que te arrepientes de dicha elección, puedes retirarte a un
monasterio budista, meditar sobre la compasión y moldear tu circuito cerebral
para darle una nueva y noble dirección. La elección está siempre ahí.
Salvo raras excepciones, la libertad de elección
no está coartada por una programación preinstalada. «Mi cerebro me obligó a
hacerlo» se ha convertido en una explicación recurrente en casi todos los casos
de comportamiento indeseable. Es obvio que podemos ser conscientes de nuestras
emociones y decidir no identificarnos con ellas. Esto es más fácil de decir que
de hacer para las personas que padecen un trastorno bipolar, para los
drogadictos o para los fóbicos. Sin embargo, el camino hacia un cerebro sano comienza
con la conciencia. También termina en la conciencia, y es la conciencia la que
permite todos los pasos intermedios. En el cerebro, la energía fluye hacia el
lugar donde está la conciencia.
Cuando la energía deja de fluir, te quedas
estancado. Este estancamiento es una ilusión, pero cuando te ocurre a ti parece
muy real. Piensa en alguien que tiene un miedo mortal a las arañas. Las fobias
son reacciones estereotipadas (es decir, que se repiten sin variación). Un
aracnofóbico no puede ver una araña sin sentir una oleada automática de miedo.
El cerebro inferior activa una compleja cascada química. Las hormonas inundan
el torrente sanguíneo para acelerar el ritmo cardíaco e incrementar la presión
arterial. Los músculos se preparan para luchar o huir. Los ojos focalizan y
generan una visión en túnel de aquello que se teme. La araña se vuelve
gigantesca para los ojos de la mente. Tan poderosa es la reacción de miedo que
el cerebro superior (la parte que sabe lo pequeñas e inofensivas que son la
mayoría de las arañas), se bloquea.
Este es un buen ejemplo de cómo te utiliza el
cerebro. Te impone una realidad falsa. Todas las fobias son, en última
instancia, distorsiones de la realidad. La altura no causa pánico de manera
automática; y tampoco los espacios abiertos, los vuelos en avión o la miríada
de cosas que temen los fóbicos. Al renunciar al poder para utilizar su cerebro,
las personas que padecen fobias se quedan estancadas en una reacción fija.
Las fobias pueden tratarse con éxito fomentando
la conciencia y devolviendo el control del cerebro al usuario, que es su
legítimo dueño. Una de las técnicas consiste en hacer que la persona imagine
aquello que le da miedo. A un aracnofóbico, por ejemplo, se le pide que
visualice una araña y que haga que esa imagen se agrande y se reduzca. Luego
debe hacer que la imagen se acerque y se aleje. El simple acto de darle
movimiento al objeto temido puede ser muy efectivo a la hora de disipar su
poder de horrorizar, ya que el miedo paraliza la mente. De forma gradual, la
terapia acaba por encerrar a la araña en una caja de cristal. Se le pide al
paciente que se acerque lo más posible a ella sin sentir pánico. Se le permite
que varíe la distancia en función de su nivel de confort, y con el tiempo esta
libertad para alejarse o acercarse también devuelve el control. El fóbico
aprende que tiene otras opciones además de huir.
Como es obvio, el cerebro superior puede abolir
hasta los miedos más instintivos; de lo contrario, no habría escaladores (por
el miedo a las alturas), funambulistas (por el miedo a la caída) ni domadores
de leones (por el miedo a la muerte). Lo más triste es, sin embargo, que todos
nos parecemos a los fóbicos que no pueden ni imaginarse a una araña sin romper
a sudar. No nos rendimos ante las arañas, pero sí ante lo que consideramos
miedos normales: fracaso, humillación, rechazo, envejecimiento, enfermedad y
muerte. Resulta trágicamente irónico que el mismo cerebro que es capaz de
conquistar el miedo pueda también someternos a los miedos que atormentan
nuestras vidas.
Las criaturas supuestamente inferiores son libres de ese miedo psicológico. Cuando un guepardo ataca a una gacela, esta entra en pánico y lucha por su vida. Sin embargo, cuando no hay ningún depredador presente, la gacela, hasta donde sabemos, lleva una vida de lo más despreocupada. No obstante, nosotros, los humanos, sufrimos horrores en nuestro mundo interior, y ese sufrimiento se transforma en problemas físicos. Cuando permites que tu cerebro te utilice, los riesgos son muy elevados. En cambio, cuando empiezas a utilizarlo tú a él, las recompensas son infinitas.
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